ADÁN ZAPATA FOREVER

ADÁN ZAPATA FOREVER

lunes, 22 de marzo de 2010

LEER LA NOVELA COMPLETA DANDO CLICK AQUÍ


La caída

por Albert Camus

copiado de http://bibliotecadescontexto.blogspot.com





¿Señor, puedo ofrecerle mis servicios, sin correr el riesgo de parecerle importuno? Temo que no logre usted hacerse comprender por el estimable gorila que preside los destinos de este establecimiento. En efecto, sólo habla holandés. Amenos que usted no me autorice a abogar por su causa, él no adivinará que desea usted ginebra. Vamos, me atrevo a espe rar que haya comprendido. Ese cabeceo ha de signifi car que el hombre se rinde a mis argumentos. Sí, en efecto, ya va, se apresura con una sabia lentitud. Tiene usted suerte, no gruñó. Cuando se niega a ser vir, le basta un gruñido, y entonces ya nadie insiste. Ser rey de sus humores es el privilegio de los ani males más evolucionados. Pero, en fin, me retiro, señor, contento de haberle sido útil. Se lo agradezco y aceptaría, si estuviera seguro de no serle molesto. Es usted demasiado amable. Pondré, pues, mi vaso junto al suyo.

Tiene usted razón, su mutismo es ensordecedor. Es el silencio de las selvas primitivas, cargado a más no poder. A veces, me sorprende la obstinación que pone nuestro taciturno amigo en su inquina por las lenguas civilizadas. Su oficio consiste en recibir a marinos de todas las nacionalidades en este bar de Ámsterdam que él llama, por lo demás, sin que nadie sepa por qué,
México-City. Con semejantes deberes, bien pudiera temerse, ¿no lo cree usted?, que su ignorancia sea muy incómoda. ¡Imagínese al hombre de Cro-Magnon instalado en la torre de Babel! Por lo menos, el hombre de Cro-Magnon se sentiría un extraño en ese mundo. Pero éste, no; éste no siente su destierro. Sigue su camino sin que nada lo alcance. Una de las raras frases que oí de su boca proclamaba qué todo era cuestión de tomarlo o de dejarlo. ¿Qué era lo que había que tomar o dejar? Probablemente a nuestro propio amigo. Se lo confesaré: me atraen esas criaturas hechas de una sola pieza. Cuando, por oficio o por vocación, uno ha meditado mucho sobre el hombre, ocurre que se experimente nostalgia por los primates. Éstos no tienen pensamientos de segun da intención.

Nuestro huésped, a decir verdad, tiene algunos, aunque los alimenta oscuramente. A fuerza de no comprender lo que se dice en su presencia, ha adqui rido un carácter desconfiado. De ahí le viene ese aire de gravedad sombría, como si tuviera la sospecha, por lo menos, de que algo no marcha bien entre los hombres. Esta disposición suya hace menos fáciles las discusiones que no atañen a su oficio. Mire por ejemplo allí, por encima de su cabeza, en la pared del fondo, ese espectáculo que marca el lugar de un cuadro que ha sido descolgado. Efectivamente, antes había allí un cuadro y particularmente interesante. Era una verdadera obra maestra. Pues bien, yo estu ve presente cuando el amo de este lugar lo recibió y luego cuando lo cedió. En los dos casos lo hizo con la misma desconfianza, después de pasarse semanas rumiándolo. A este respecto, la sociedad echó a per der un poco, hay que reconocerlo, la franca simpli cidad de su naturaleza.

Advierta usted bien que no lo juzgo. Considero fundada su desconfianza y yo mismo la compartiría de buena gana, si, como usted lo ve, mi naturaleza comunicativa no se opusiera a ello. Soy parlanchín, ¡ay!, y entablo fácilmente conversación. Aunque sepa guardar las distancias convenientes, todas las ocasio nes son para mí buenas. Cuando vivía en Francia no podía encontrarme con un hombre de espíritu sin que inmediatamente me pegara a él. ¡Ah, advierto que le choca ese pretérito imperfecto de subjuntivo! [1]. Confieso mi debilidad por ese modo y el lenguaje correcto y elegante en general. Y es una debilidad que me reprocho, créamelo. Bien conozco que el gus to por la ropa blanca fina no supone necesariamente que uno tenga los pies sucios. Una cosa no impide la otra. El estilo, lo mismo que la ropa interior fina, disimula con demasiada frecuencia el eczema. Me consuelo diciéndome que, después de todo, los que farfullan un idioma no son, tampoco ellos, puros. Pero, claro está, volvamos a beber ginebra.

¿Se quedará usted mucho tiempo en Ámsterdam? Hermosa ciudad, ¿no le parece? ¿Fascinante? He aquí un adjetivo que no oía desde hace mucho tiem po, desde que abandoné Paris, para ser más preciso, hace ya varios años. Pero el corazón tiene su memo­ria y yo no olvidé nada de nuestra hermosa capital ni de sus muelles. París es un verdadero espejismo, una soberbia decoración habitada por cuatro millo nes de siluetas. ¿Casi cinco millones según el último censo? ¡Vaya que habrán hecho hijos! Y, a decir verdad, no me asombra. Siempre me pareció que nuestros conciudadanos tenían dos furores: las ideas y la fornicación. A troche y moche, por así decirlo. Guardémonos, por lo demás, de condenarlos; no son los únicos. Toda Europa hace lo mismo. A veces ima gino lo que habrán de decir de nosotros los historia­dores futuros. Les bastará una frase para caracterizar al hombre moderno: fornicaban y leían periódicos. Después de esta aguda definición me atrevería a de cir que el tema quedará agotado.

¿Los holandeses? Oh, no; son mucho menos mo dernos. Tienen tiempo; mírelos usted. ¿Qué hacen? Pues bien, estos señores viven del trabajo de esas señoras. Por lo demás, son machos y hembras, cria turas muy burguesas, que han venido aquí, como de costumbre, por mitomanía o por estupidez; en suma, por exceso o por falta de imaginación. De cuando en cuando, esos señores sacan a relucir el cuchillo o el revólver. Pero no crea usted que la cosa va en serio. Su papel exige que lo hagan así. Eso es todo; se mueren de miedo cuando disparan sus últimos car tuchos. Aparte de esto, los encuentro más morales que a los otros, los que matan en familia. ¿No ha advertido usted que nuestra sociedad se organizó para esta clase de liquidación? Desde luego que ha oído usted hablar de esos minúsculos peces de los ríos brasileños que atacan por millares y millares al nadador imprudente, lo limpian en unos pocos instantes con mordiscos pequeños y rápidos y no dejan-de él más que un esqueleto inmaculado, Y bien, ésa es su organización. "¿Quiere usted una vida lim pia? ¿Como todo el mundo?". Naturalmente que usted dice si. ¿Cómo decir no? "De acuerdo, vamos a lim piarlo. Aquí tiene un oficio, una familia, comodida des y expansiones organizadas." Y los pequeños dien tes atacan la carne hasta los huesos. Pero, soy injusto. No hay que decir que sea su organización; mirándolo bien, es la nuestra: todo está en saber quién limpiará a quién.

Ah, por fin nos traen nuestra ginebra. ¡Por su prosperidad! Sí, el gorila abrió la boca para llamarme doctor. En estos países todo el mundo es doctor o profesor. A la gente le gusta respetar, por bondad y también por modestia. Aquí por lo menos la ruin dad no es una institución nacional. Y, dicho sea de paso, yo no soy médico. Si quiere saberlo, era abo gado antes de venir aquí. Ahora soy juez penitente.

Pero permítame que me presente: Jean-Baptiste Clamence, para servir a usted. Encantado de cono cerlo. Probablemente es usted hombre de negocios, ¿no es así? ¿Más o menos? ¡Excelente respuesta! Y también muy cuerda, pues en todo somos siempre más o menos. Veamos, permítame hacer un poco el papel de pesquisante. Tiene usted más o menos mi edad, el ojo avezado de los cuarentones que, más o menos, están ya todos de vuelta. Va usted más o menos bien vestido, es decir, como lo hacemos en Francia, y tiene las manos suaves. ¡De manera que es más o menos un burgués! ¡Pero un burgués refi nado! Que le choquen los pretéritos imperfectos de subjuntivo prueba doblemente su cultura. Primero, porque los reconoce, y luego porque le irritan los nervios. Por último veo que le divierto, lo cual, sin vanidad, supone en usted cierta amplitud de espíritu. De modo que, más o menos es usted..., pero, ¿qué importancia tiene? Las profesiones me interesan me nos que las sectas. Permítame que le haga dos pre guntas y respóndalas únicamente en el caso de que no las juzgue indiscretas. ¿Tiene usted bienes de fortuna? ¿Algunos? Bien. ¿Los compartió con los po bres? No. Entonces es lo que yo llamo un saduceo. Si no practicó las Escrituras, hay que reconocer que no ha progresado usted gran cosa. ¿No? Entonces, ¿conoce usted las Escrituras? Decididamente usted me interesa.

En cuanto a mí ... Bueno, júzguelo usted mismo. Por la estatura, los hombros y esta cara de la que a menudo me han dicho que era adusta, doy la impre sión de ser un jugador de rugby, ¿no es cierto? Pero, si ha de juzgarse por la conversación, deberá admi­tirse que tengo cierto refinamiento. El camello cuyo pelo sirvió para hacer mi abrigó probablemente tenía sarna; pero en cambio llevo las uñas pulidas. Yo tam bién soy avisado, y sin embargo me confío a usted sin precauciones por su aspecto. Por último, a pesar de mis buenas maneras y de la forma elegante de expresarme, frecuento bares de marineros del Zee dijk. ¡Vamos, no busque más! Mi oficio, lo mismo que la criatura, es doble. Eso es todo. Ya se lo dije, soy juez penitente. En lo que me concierne, sólo una cosa es clara: no poseo nada. Sí, fui rico; no, no com partí nada con los pobres. ¿Y qué prueba eso? Que yo también era un saduceo... Oh, ¿oye las sirenas del puerto? Esta noche habrá niebla en el Zuyderzee.

¿Ya se va usted? Perdone por haberlo acaso dete nido. Si me lo permite, no ha de ser usted quien pague. En el Mexico-City se halla usted en mi casa. Me he sentido particularmente contento de recibirlo. Por cierto que estaré aquí mañana, como todas las tardes, y aceptaré reconocido su invitación. Su cami no ... Y bien .... pero ¿encontraría usted algún in conveniente en que lo acompañara hasta el puerto? Sería el medio más sencillo. Desde allí, bordeando el barrio judío, llegará usted a esas hermosas aveni das por las que desfilan tranvías cargados de flores y de músicas estruendosas. Su hotel, el Damrak, está en una de esas avenidas. Pase usted, se lo ruego; usted primero. Yo vivo en el barrio judío. 0, mejor dicho, en el que se llamaba así hasta el momento en que nuestros hermanos hitleristas despejaron el lugar. ¡Qué limpieza! Setenta y cinco mil judíos de portados o asesinados. Eso es lo que se llama limpieza por el vacío. ¡Admiro esa aplicación, esa paciencia metódica! Cuando uno no tiene carácter debe some terse a un método. Aquí el método hizo indiscutible mente maravillas. De manera que ahora yo habito en el lugar de uno de los mayores crímenes de la historia. Acaso sea eso lo que me ayuda a comprender al gorila y su desconfianza. De esta manera, puedo luchar contra esa inclinación de mi naturaleza que me lleva irresistiblemente a la simpatía. Cuando veo una cara nueva, algo en mi interior da la alarma. "Cuidado. Peligro". Y aun cuando la simpatía venza, yo continúo siempre en guardia.

¿Sabe usted que en mi aldea, en el curso de una acción de represalia, un oficial alemán pidió cortés mente a una anciana mujer que tuviera a bien elegir de entre sus dos hijos al que habría de ser fusilado? Elegir, ¿se imagina usted? ¿A éste? No. A este otro. Y luego verlo partir. No insistamos, pero créame que todas las sorpresas son posibles. Conocí a un hombre de corazón duro, que rechazaba toda desconfianza. Era pacifista, libertario; amaba con un amor único a toda la humanidad y a los animales. Un alma de excepción, sí, eso es lo cierto. Pues bien, durante las últimas guerras de religión en Europa se había retirado al campo. Sobre el dintel de su puerta había escrito estas palabras: "Cualquiera que sea el lugar de donde vengáis, entrad y sed bienvenidos". ¿Y quien le parece a usted que respondió a esta hermosa invitación? Milicianos, que entraron como en su pro pia casa .y lo destriparon.

¡Oh, perdón, señora! Por lo demás, esta mujer no entendió nada. ¿Y toda esa gente que anda tan tarde por las calles, a pesar de la lluvia que no ha dejado, de caer desde hace días? Felizmente, disponemos de ginebra, la única luz en estas tinieblas. ¿Siente usted la luz dorada, bronceada, que nos introduce en el cuerpo? A mí me gusta andar a través de la ciudad por la noche, sintiendo el calorcillo de la ,ginebra: Suelo pasearme así durante noches enteras. Sueño o bien me hablo interminablemente. Como esta noche, sí; y temo aturdirlo un poco. Gracias, es usted muy amable. Pero es la superabundancia, que se desborda. Apenas abro la boca las frases me afluyen. Además, este país me inspira. Me gusta esta gente que hormi guea por las aceras, apretada en un pequeño espacio de casas y de agua, cercada por brumas, por tierras frías, y este mar humeante como una lejía. Me gusta esta gente porque es doble. Está aquí y está en otra parte.

¡Eso mismo! Al escuchar sus torpes pasos en el pavimento pringoso, al verlos andar pesadamente entre sus comercios atiborrados de dorados arenques y de joyas de color de hojas muertas, probablemente usted cree que esta noche ellos están allí, ¿no es así? Usted es como todo el mundo. Confunde a estas bue nas gentes con una tribu de síndicos y de merca deres, que cuentan sus escudos, así como sus posibi lidades de vida eterna, y cuyo único lirismo consiste en tomar a veces, cubiertos por amplios sombreros, lecciones da anatomía, ¿no? Pero usted se engaña. Cierto es que andan cerca de nosotros, y sin embargo, mire usted dónde están sus rostros: en esta bruma de neón, de ginebra y de menta, que desciende de los letreros rojos y verdes. Holanda es un sueño, se ñor, un sueño de oro y de humo, más humoso duran te el día, más dorado durante la noche; pero noche y día ese sueño está poblado por figuras de Lohen grin, como éstas que se deslizan ensoñadoramente en sus negras bicicletas de altos manubrios, cisnes fúnebres que ruedan sin tregua en todo el país, alre dedor del mar, a lo largo de los canales. Sueñan con la cabeza en medio de sus nubes broncíneas, ruedan en redondo, oran, sonámbulos en el incienso dorado de la bruma; ya no están aquí. Se marcharon a milla res y millares de kilómetros, se marcharon a Java, la remota isla. Oran a esos dioses gesticuladores de la Indonesia, de que llenaron todas sus vitrinas y que ahora vagan por encima de nosotros, antes de incor porarse, como lujosos monos, a los letreros luminosos y a los techos en forma de escalera, para recordar a estos colonos nostálgicos que Holanda no es solamen te esta Europa de mercaderes, sino también el mar, el mar que lleva a Cipango y a esas islas en que los hombres mueren locos y felices.

¡Pero me abandono demasiado; estoy haciendo la apología de Holanda! Perdóneme. Es la costumbre, señor, la vocación, y también el deseo que me anima de hacerle comprender esta ciudad y el corazón de las cosas. Porque aquí estamos en el corazón de las cosas. ¿Observó usted que los canales concéntricos de Ámsterdam se parecen a los círculos del infierno? El infierno burgués, naturalmente, poblado de malos sueños. Cuando uno llega del exterior, a medida que va pasando estos círculos, la vida, y por lo tanto sus crímenes, se hace más densa, más oscura. Aquí esta mos en el último círculo, el círculo de los..., ah, ¿lo sabe? ¡Diablos, cada vez se me hace usted más difícil de clasificar! Quiere decir entonces que usted comprende por qué digo yo que el centro de las cosas está aquí, aunque nos encontremos en el extremo del continente. Un hombre sensible comprende estas singularidades. En todo caso, los lectores de periódicos y los fornicadores no pueden ir más lejos. Llegan de todos los rincones de Europa y se detienen alre dedor del mar interior, en las arenas descoloridas de la playa. Escuchan las sirenas, buscan en vano la silueta de los barcos en medio de la bruma, luego vuelven a cruzar los canales y regresan a través de la lluvia. En todas las lenguas vienen a pedir, ateri dos, ginebra en el
Mexico-City. Allí los espero.

Será entonces hasta mañana, señor y querido com patriota. No, ahora encontrará sin dificultad su ca mino; me separaré de usted junto a ese puente. Por la noche nunca paso por un puente. Estas son las consecuencias de un voto. Suponga usted que alguien se arroje al agua. Hay dos posibilidades: o usted lo sigue, para salvarlo y, en la estación fría, corre usted el peor de los peligros, o bien lo abandona, y los impulsos reprimidos de zambullirse nos dejan, a ve ces, extrañas agujetas. Buenas noches. ¿Cómo? ¿Esas señoras que están detrás de aquellos escaparates? ¡Es el ensueño, señor! El ensueño barato, el viaje a las Indias. Esas señoras se perfuman con especias. Entra usted, ellas corren las cortinas y comienza la navegación. Los dioses descienden hasta los cuerpos desnudos y las islas derivan, dementes, tocadas con una cabellera pasmosa y desgreñada de palmeras bajo el viento. Pruébelo.









¿Qué es un juez penitente? ¡Ah; lo intrigué con el asunto!, ¿no? Pero, créame que no ponía ninguna malicia y que puedo explicarme con mayor claridad. En un sentido, esto forma parte de mis funciones. Pero primero tengo que exponerle ciertos hechos que lo ayudarán a comprender mejor mi relato.

Hace algunos años era yo abogado en París, y por cierto que un abogado bastante conocido. Desde lue go que no le dije mi verdadero nombre. Tenía yo una especialidad: las causas nobles. Las viudas y los huérfanos, como suele decirse; aunque ignoro por qué, pues al fin de cuentas hay viudas aprovecha das y huérfanos feroces. Sin embargo, me bastaba husmear en un acusado el más ligero olor de víctima para que entrara en acción. ¡Y qué acción! ¡Una tor menta! Verdaderamente era como para pensar que la justicia se acostaba conmigo todas las noches. Es toy seguro de que usted habría admirado la exac titud de mi tono, el equilibrio de mi emoción, la persuasión y el calor, la indignación de mis defensas. La naturaleza me benefició en cuanto a la parte físi ca. Adopto sin esfuerzo una actitud noble. Ade más, me sostenían dos sentimientos sinceros: la sa tisfacción de estar del lado bueno de la barra y un desprecio instintivo por los jueces en general. Ese desprecio; después de todo, acaso no fuera tan instintivo. Ahora sé que tenía sus motivos. Pero, considerado desde fuera, se parecía más bien a una pasión. No podemos negar que, por el momento, los jueces son necesarios, ¿no es así? Con todo, yo no podía comprender que un hombre se designara a sí mismo para ejercer esta sorprendente función. Yo lo admitía, puesto que lo veía; pero un poco como uno admite los saltamontes. La diferencia estaba en que las invasiones de esos ortópteros nunca me de jaron un centavo, en tanto que me ganaba la vida dialogando con gentes a las que despreciaba.

Pero lo importante era que yo estaba en el lado bueno y eso bastaba para lograr la paz de mi con ciencia. El sentimiento del derecho, la satisfacción de tener razón, la alegría de poder estimarse uno mismo, son, querido señor, poderosos resortes para mantenernos en pie o para hacernos avanzar. En cambio, si usted priva a los hombres de estas cosas, los transformará en perros rabiosos. ¡Cuántos críme nes se cometieron sencillamente porque sus autores no podían soportar estar en falta! Conocí a un indus trial que tenía una mujer perfecta, admirada por todos, y a la que él, sin embargo, engañaba. Ese hombre literalmente rabiaba por estar en falta, por encontrarse en la imposibilidad de recibir ni de darse un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer, más rabiaba él. Por fin su culpa llegó a hacérsele insoportable. ¿Qué cree usted que hizo entonces? ¿Dejar de engañarla? No. La mató. Y fue así como lo conocí.

Mi situación era más envidiable. No sólo no corría el riesgo de entrar en el campo de los criminales (en particular, no tenía ninguna posibilidad de dar muer te a mi mujer, puesto que era soltero), sino que ade más asumía la defensa de los criminales, con la única condición de que fueran asesinos buenos, así como otros son salvajes buenos. El modo mismo en que yo llevaba a cabo las defensas me procuraba grandes satisfacciones. Era realmente irreprochable en mi vida profesional. Por supuesto que nunca acepté so bornos; eso está fuera de cuestión. Tampoco me re bajé nunca a hacer personalmente diligencias. Más raro es el hecho de que jamás halagué a ningún periodista para tornármelo favorable, ni a ningún funcionario cuya amistad hubiera podido serme útil. Hasta tuve la oportunidad de que me ofrecieran dos o tres veces la Legión de Honor, que yo pude recha zar con una dignidad discreta, en la que encontraba mi verdadera recompensa. Por último, nunca hice pagar a los pobres, ni les hablé a voz en grito. No vaya a creer usted, querido señor, que me jacto de todo esto. Mi mérito era nulo: la avidez que en nues tra sociedad hace las veces de la ambición, siempre me divirtió. Yo apuntaba más alto; ya verá usted que la expresión es exacta en lo que me concierne.

Pero bien puede juzgar ya cuál era mi satisfacción. Gozaba de mi propia naturaleza y todos sabemos que en eso estriba la felicidad, aunque para aplacarnos mutuamente fingimos a veces que condenamos esos placeres tildándolos de egoísmo. A lo menos gozaba de esa parte de mi naturaleza que reaccionaba con tanta regularidad ante viudas y huérfanos, de suerte que a fuerza de ejercitarse terminaba por dominar toda mi vida. Por ejemplo, me encantaba ayudar a los ciegos a cruzar las calles. Cuando desde lejos descubría un bastón vacilante en la esquina de una calle, en un segundo me precipitaba hacia allí, me adelantaba a veces a la mano caritativa que ya se tendía, libraba al ciego de toda otra solicitud que no fuera la mía y con mano suave y firme lo conducía por el pasaje claveteado, entre los obstáculos de la circulación, hacia el puerto tranquilo de la acera donde nos separábamos con mutua emoción. Del mis mo modo siempre me gustó dar indicaciones a los transeúntes, ofrecerles fuego, ayudar a empujar ca rritos demasiado pesados, a empujar un automóvil detenido por algún desperfecto, comprar el periódico que vendían los del Ejército de Salvación o las flores que ofrecía alguna vieja, aun sabiendo que ella las había robado en el cementerio de Montparnasse. También me gustaba, ¡oh!, y esto ya es más difícil de decir, me gustaba dar limosnas. Un gran cristiano amigo mío reconocía que el primer sentimiento que uno experimenta cuando ve que un mendigo se acer ca a su casa es desagradable. Bueno, pues en mi caso era peor: yo desbordaba de júbilo. Pero dejémoslo.

Hablemos más bien de mi cortesía, que era céle bre, y sin embargo indiscutible. La urbanidad me deparaba, en efecto, grandes alegrías. Si ciertas ma ñanas tenía la suerte de ceder mi lugar en el ómnibus o en el subterráneo a quien visiblemente lo merecía, si recogía algún objeto que una vieja señora había dejado caer y se lo devolvía con una sonrisa que yo sabía muy bien exhibir, o si sencillamente cedía mi taxi a una persona que llevaba más prisa que yo, mi jornada se hacía luminosa. Hasta me alegraba, tam bién tengo que decirlo, por esos días en que, hallán dose en huelga los transportes públicos, tenía yo ocasión de recoger en mi coche, deteniéndome en las paradas de los ómnibus, a algunos desdichados con ciudadanos que no podían volver a sus casas. Aban donar en el teatro mi butaca para permitir que una pareja estuviera reunida, colocar durante un viaje las valijas de una joven en la red situada demasiado alta para ella, eran otras tantas hazañas que yo cum plía con mayor frecuencia que otros, porque prestaba más atención a las ocasiones de hacerlas, ya que de ellas obtenía placeres más sabrosos.

Se me tenía también por generoso, y en efecto lo era. Regalé mucho, tanto en público como en pri vado. Pero lejos de sufrir cuando me separaba de un objeto o de una suma de dinero, dar me procu raba constantes placeres, el menor de los cuales no era por cierto una especie de melancolía que a veces nacía en mí al considerar la esterilidad de esos rega los y la probable ingratitud que los seguiría. La exac titud en cuestiones de dinero me abrumaba y siempre atendía a ellas de mal humor. Era menester que fue ra dueño de mis liberalidades.

Éstos no son sino pequeños rasgos que, empero, le harán comprender las continuas delectaciones que la vida, y sobre todo mi oficio, me ofrecía. Por ejem plo, verse detenido en los corredores del Palacio de Justicia por la mujer de un acusado a quien había defendido únicamente por justicia o por lás tima, quiero decir, gratuitamente, oír murmurar a esa mujer que nada, nada podría pagar lo que yo había hecho por ellos, responder entonces que todo era perfectamente natural, que cualquiera hubiera hecho lo mismo, y hasta ofrecer una ayuda para pasar los malos días que habrían de venir, y luego por fin poner término a las efusiones de la pobre mujer, besarle la mano y dejar sencillamente el asun to allí, pues créame, querido amigo, eso es alcanzar un punto más alto que el de la ambición vulgar y elevarse a ese punto culminante en que la virtud sólo se nutro de sí misma.

Detengámonos un poco en esas cimas. Ahora comprende usted lo que yo quería decir cuando hablaba de apuntar más alto. Precisamente me refería a esos puntos culminantes, los únicos en que me es posible vivir. Sí, nunca me sentí cómodo sino en situaciones elevadas. Hasta en los detalles de la vida tenía nece­sidad de hallarme "por encima". Prefería el ómnibus al subterráneo, las calesas a los taxis, las terrazas a los entrepisos. Aficionado a los aviones deportivos, en los que uno va con la cabeza descubierta al cielo, en los barcos era yo también él eterno paseante de las toldillas. Cuando iba a la montaña huía de los valles encajonados para ganar las gargantas y las mesetas; por lo menos era el hombre de las alturas. Si el destino me hubiera obligado 'a elegir un oficio manual, plomero o tornero, tenga usted la seguridad de que me habría decidido por los techos y habría trabado amistad con los vértigos. Los pañoles, las bodegas, los subterráneos, las grutas, los abismos, me horrorizaban. Hasta había dedicado un odio espe cial a los espeleólogos que tenían el descaro de ocu par la primera página de los diarios y cuyas hazañas me repugnaban. Esforzarse por llegar a la cota 800, corriendo el riesgo de que la cabeza quede aplas tada en una garganta rocosa (¡un sifón, como dicen esos inconscientes!), me parecía el acto propio de caracteres pervertidos o traumatizados. ¡En todo eso había algo de crimen!

Un balcón natural, a quinientos o seiscientos me tros sobre el nivel de un mar aún visible y bañado de luz, era en cambio el lugar en que yo respiraba mejor, sobre todo si estaba solo y muy por encima de las hormigas humanas. Me explicaba sin dificultad alguna que los sermones, las predicaciones decisivas, los milagros de fuego, se hubieran hecho en alturas accesibles. Según me parecía, no era posible meditar en los sótanos o en las celdas de las prisiones (a me nos, claro está, que estuvieran situadas en una torre, con un extendido panorama); en los sótanos o en las celdas se enmohecía uno. Y comprendía muy bien a aquel hombre que, habiendo entrado en una orden religiosa, colgó el hábito porque su celda, en lugar de abrirse, como él lo esperaba, a un vasto paisaje, daba a-una pared. Puede estar usted seguro de que yo no me enmohecía. A toda hora del día, dentro de mí mismo y entre los demás, trepaba a las alturas, donde encendía visibles fuegos, y entonces se ele vaba hacia mí una alegre salutación. Por lo menos era así como me complacía en la vida y en mi propia excelencia.

Felizmente mi profesión satisfacía esta vocación de las cimas. Me borraba toda amargura respecto de mi prójimo, que siempre me estaba obligado y a quien yo nunca debí nada. La manera de ejercer mi pro fesión me colocaba por encima del juez, al que, a mi vez, yo juzgaba, y por encima del acusado, a quien yo obligaba a que me estuviera agradecido. Pese usted bien estas cosas, querido señor: yo vivía impu nemente. Ningún juicio me alcanzaba; yo no estaba en la escena misma del tribunal, sino en otra par te, en los palcos altos, como esos dioses a los que de vez en cuando se hace descender por medio de un mecanismo, para transfigurar la acción y darle su sentido. Después de todo, vivir por encima de los otros sigue siendo la única manera de que los más lo vean y lo saluden a uno. Por lo demás, algunos de mis criminales buenos, al matar habían obedecido al mismo sentimiento. La lectura de los diarios, en la triste situación en que ellos se hallaban, les aportaba probablemente una especie de desgraciada compensación. Como muchos hombres, ya estaban hartos del anonimato y esa impaciencia, en parte, los había llevado a extremos enojosos. Porque, en suma, para ser conocido basta que uno dé muerte a su portera. Desgraciadamente, se trata aquí de una reputación efímera, tantas porteras hay que merecen y reciben cuchilladas. El crimen ocupa continuamente el pri mer plano de la escena; pero el criminal no figura en ella, sino de modo fugaz y queda casi inmediata mente reemplazado. En fin, que estos breves triunfos se pagan demasiado caro. En cambio, defender a esos desdichados aspirantes a la reputación significaba ser verdaderamente reconocido en el mismo tiempo y en los mismos lugares, pero por medios más econó micos. Esta circunstancia también me estimulaba a realizar meritorios esfuerzos para que los criminales pagaran lo menos posible: lo que ellos pagaban, lo pagaban un poco por mí. La indignación, el talen to, la emoción, que yo derrochaba, me liberaban, en compensación, de toda deuda con respecto a ellos. Los jueces castigaban, los acusados expiaban su falta, y yo, libre de todo deber, sustraído al juicio y a la sanción, reinaba libremente en una luz edénica.

¿Y acaso no era en efecto el edén mismo, querido señor? ¿La vida aprehendida directamente? Ésa fue mi vida. Nunca tuve necesidad de aprender a vivir. Sobre ese punto ya lo sabía todo al nacer. Hay gente cuyo problema consiste en protegerse de los hombres o por lo menos en acomodarse a ellos. Para mí, la acomodación era cosa ya hecha. Familiar cuando el caso así lo requería, silencioso si era necesario, capaz tanto de desenvoltura como de gravedad, no encon traba obstáculos en parte alguna. Y lo cierto es que no estaba mal hecho. Me mostraba a la vez bailarín infatigable y erudito discreto; conseguía amar al mis mo tiempo, lo cual en modo alguno es fácil, a las mujeres y la justicia; practicaba deportes y cultivaba las bellas artes. Vaya, aquí me detengo para que no piense usted que me complazco en mí mismo. Pero le ruego que me imagine usted en la flor de la edad, de salud perfecta, generosamente dotado, hábil en los ejercicios del cuerpo, así como en los de la inte ligencia, ni pobre ni rico; que dormía bien y que estaba profundamente contento de mí mismo, sin mostrarlo más que por una sociabilidad feliz. Admi tirá entonces que bien puedo hablar, con toda modes tia, de una vida lograda.

Sí, pocos seres fueron más naturales que yo. Mi acuerdo con la vida era total. Me adhería a ella de arriba abajo, o sin rechazar nada de sus ironías, de su grandeza, de su miseria. Especialmente la carne, la materia, lo físico, en una palabra, que des concierta o desanima a tantos hombres en el amor o en la soledad, me procuraba, sin someterme, alegrías regulares. Yo estaba hecho para tener un cuerpo. De ahí esa armonía, ese dominio suelto de mí mismo que las gentes advertían y que, según me confesaban a veces, les ayudaba a vivir. Todos buscaban, pues, mi compañía. Por ejemplo, muchas veces alegaban que creían haberme conocido ya antes. La vida, sus seres, sus dones, venían a ofrecérseme. Yo aceptaba esos homenajes con un benévolo orgullo. A decir verdad, a fuerza de ser hombre, con tanta plenitud y sencillez, terminaba por sentirme un poco super­hombre.

Había nacido en cuna modesta, pero oscura (mi padre era empleado), y sin embargo ciertas mañanas, y lo confieso humildemente, me sentía hijo de rey o zarza ardiente. Observe usted bien que se trataba de algo diferente de la certeza que yo tenía de ser más inteligente que todos los demás. Esta certeza no tiene, por lo demás, importancia alguna, ya que tantos imbéciles la comparten. A fuerza de estar colmado de dones, me sentía, vacilo en confesarlo, elegido, designado. Designado personalmente, entre todos, para el éxito largo y constante. A la postre, ése no era sino un efecto de mi modestia. Me negaba a atribuir el éxito exclusivamente a mis méritos, y no podía creer que el hecho de que en una única per sona estuvieran reunidas cualidades tan diferentes y tan extremadas, fuera el resultado exclusivo del azar. Por eso, viviendo feliz, me sentía en cierto modo autorizado a gozar de esa felicidad en virtud de al gún decreto superior. Si le digo a usted que no tenía ninguna religión, comprenderá aún más claramente todo lo que de extraordinario había en esa convic ción. Ordinario o no, ese sentimiento se elevó du rante mucho tiempo por encima de lo cotidiano, de manera que literalmente hube de volar, por espacio de años enteros que, a decir verdad, todavía me pe san en el corazón. Volé hasta una noche en que... Pero no, éste es otro asunto que hay que olvidar. Por lo demás, acaso exagero. Verdad es que me hallaba satisfecho de todo. Pero al mismo tiempo, satisfecho de nada. Cada alegría me hacía desear otra. Iba de fiesta en fiesta. Ocurría que ocasional mente bailaba varias noches seguidas, cada vez más cautivado por la vida y los seres. Y en esas noches, ya tarde, cuando la danza, el alcohol ligero, mi des enfreno, el violento abandono de todo el mundo, me lanzaban a una embriaguez cansada y plena al propio tiempo, me parecía a veces que, en el extremo de la fatiga y en el espacio de un segundo, comprendía por fin el secreto de los seres y del mundo. Pero el cansancio desaparecía al día siguiente, y con él el secreto. Y entonces yo volvía a lanzarme de nuevo.

Y así corría yo, siempre colmado, nunca saciado, sin saber dónde detenerme. Hasta un día, o mejor dicho, hasta una noche en que la música se interrumpió de pronto y las luces se apagaron. La fiesta en la que yo había sido feliz ... Pero, permítame llamar a nuestro amigo el primate. Incline la cabeza para agradecerle y, sobre todo, beba conmigo, pues tengo necesidad de su simpatía.

Veo que esta declaración lo asombra. ¿Nunca tuvo usted súbitamente necesidad de simpatía, de ayuda, de amistad? Si, desde luego. Yo aprendí a conten tarme con la simpatía. La podemos encontrar más fácilmente y además la simpatía no compromete a nada. En el discurso interior, "Crea usted en mi simpatía" precede inmediatamente a "Y ahora ocupé monos de otra cosa". Es un sentimiento propio de presidente de consejo. Se lo obtiene a bajo precio después de las catástrofes. En cambio, la amistad ya es algo menos sencillo. Tardamos en obtenerla y nos cuesta trabajo obtenerla. Pero, cuando la tene mos ya no hay manera de desembarazarse de ella. Hay que enfrentarla. Sobre todo, no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las no ches, como deberían hacerlo, para saber si no es precisamente ésa la noche en que usted decidió sui cidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo hacen la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa. Ellos más bien lo empujarán al suicidio, en virtud de lo que usted se debe a sí mismo, según ellos. ¡Que el Cielo nos guarde, querido señor, de que nuestros amigos nos coloquen demasiado alto! En cuanto a aquellos cuya función es amarnos, quiero decir nuestros padres, nuestros allegados (¡qué expresión!), la cosa es dife rente. Ellos siempre tienen pronta la palabra nece saria, pero más bien es una palabra como una bala. Nos llaman por teléfono como si tiraran con una carabina. Apuntan certeramente. ¡Ah, los Bazaine!

¿Cómo? ¿Que qué noche? Ya hablaré de eso. Ten ga paciencia conmigo. Porque en cierto modo no he abandonado el tema, al hablar de los amigos y de los allegados. Mire usted, me hablaron de un hombre cuyo amigo estaba preso, y él se acostaba to das las noches en el suelo para no gozar de una co modidad de que habían privado a aquel a quien él quería. ¿Quién, querido señor, quién se acostará en el suelo por nosotros? ¿Si yo mismo soy capaz de hacerlo? Mire usted, quisiera ser capaz, seré capaz, sí, un día todos seremos capaces de hacerlo y en tonces nos salvaremos. Pero no es fácil, pues la amistad es distraída o, por lo menos, impotente. Lo que ella quiere, no puede realizarlo. Acaso, después de todo, lo que ocurre es que no lo quiere suficien temente, ¿no es así? ¿Acaso no amemos suficiente mente la vida? ¿Advirtió usted que sólo la muerte despierta nuestros sentimientos? ¡Cómo queremos a los amigos que acaban de abandonarnos! ¿No le pa rece? ¡Cómo admiramos a los maestros que ya no hablan y que tienen la boca llena de tierra! El home naje nace entonces con toda espontaneidad, ese ho menaje que, tal vez, ellos habían estado esperando que les rindiéramos durante toda su vida. Pero, ¿sa be usted por qué somos siempre más justos y más generosos con los muertos? La razón es sencilla. Con ellos no tenemos obligación alguna. Nos dejan en libertad, podemos disponer de nuestro tiempo, ren dir el homenaje entre un cocktail y una cita galante; en suma, a ratos perdidos. Si nos obligaran a algo, nos obligarían en la memoria, y lo cierto es que tene mos la memoria breve. No, en nuestros amigos, al que amamos es al muerto reciente, al muerto dolo roso; es decir, nuestra emoción, o sea, ¡a nosotros mismos, en suma!

Tenía yo un amigo al que evitaba las más de las veces. Me aburría un poco y además era un hombre que tenía moral. Pero en su agonía volvió a enco trarme, créamelo usted. No perdí ni un solo día. Se murió contento de mí y estrechándome la mano. Una mujer que con demasiada frecuencia me acosaba en vano, tuvo la buena ocurrencia de morirse joven. ¡Qué lugar ocupó entonces de pronto en mi corazón! ¡Y cuando por añadidura se trata de suicidio! ¡Se ñor mío, qué delicioso trastorno! Suena el teléfono, el corazón desborda de emoción, las frases son vo luntariamente breves, pero cargadas de sobrenten didos. Uno domina la pena y en todo esto hasta hay, sí, un poco de autoacusación.

El hombre es así, querido señor. Tiene dos fases: no puede amar sin amarse. Observe usted a sus ve cinos, si por casualidad sobreviene un deceso en el edificio en que usted vive. Los inquilinos dormían en su vida insignificante y, de pronto, por ejemplo, muere el portero. Inmediatamente se despiertan, se agitan, se informan, se apiadan. Hay un muerto y el espectáculo por fin comienza. Tienen necesidad de la tragedia, qué quiere usted. Ésa es su pequeña trascendencia, es su aperitivo. Por lo demás, ¿se trata simplemente de una casualidad, si le hablo ahora de un portero? Yo tenía uno, verdaderamente desdichado, la maldad misma, un monstruo de insig nificancia y de rencores, que habría desanimado has ta a un franciscano. Yo ya ni siquiera le hablaba; pero por el solo hecho de existir, aquel hombre comprometía mi contentamiento habitual. Se murió y yo asistía su entierro. ¿Quiere usted decirme por qué lo hice?

Los dos días que precedieron a la ceremonia fue ron, por otra parte, llenos de interés. La mujer del portero estaba enferma y permanecía acostada en la pieza única de su vivienda; de manera que junto a ella habían colocado el féretro sobre caballetes. Los inquilinos teníamos que ir nosotros mismos a buscar nuestra correspondencia. Abríamos la puerta y decíamos: "Buenos días señora", escuchábamos el elogio del desaparecido, que la portera señalaba con la mano, y nos llevábamos la correspondencia. Nada había de divertido en todo eso, ¿no le parece? Sin embargo, toda la casa desfiló por la portería, que apestaba a fenol. Y los inquilinos no mandaban a sus criados, no. Ellos mismos iban a aprovechar la ganga; claro está que también los domésticos, pero a hurtadillas. El día del entierro se vio que el ataúd era demasiado grande para pasar por la puerta de la portería. "Oh, querido mío", decía desde su cama la portera, con una sorpresa a la vez encantada y afligida, "¡qué grande era!". "No se preocupe usted, señora", respondía el empleado de la empresa de pompas fúnebres, "lo pasaremos a través y de pie". Lo pasaron, pues, de pie y luego lo acostaron; yo (con un antiguo mozo de café de quien vine a saber que bebía todas las noches su
pernod con el difunto) fue el único que se llegó hasta el cementerio y arrojó flores sobre un ataúd cuyo lujo me asombró. Inme diatamente después hice una visita a la portera para recibir sus expresiones de agradecimiento de actriz trágica. ¿Qué razón tiene todo eso? Dígamelo usted. Ninguna, como no sea el aperitivo.

También hube de enterrar a un viejo colaborador del colegio de abogados. Era un empleado a quien se menospreciaba bastante y a quien yo siempre es trechaba la mano. En el lugar en que trabajaba, yo estrechaba la mano de todo el mundo y más bien dos veces que una. Esta cordial sencillez me valía, a poca costa, la simpatía de todos, que era necesaria para la dilatación de mi ánimo. En ocasión del entie rro de nuestro oficinista, el presidente del colegio de abogados no se había molestado. Yo sí, y preci­samente en vísperas de emprender un viaje, lo que hubo de subrayarse. Yo sabía que se advertiría mi presencia y que sería favorablemente comentada. ¿Comprende usted? Ni siquiera la nieve que caía aquel día me hizo retroceder.

¿Cómo dice usted? No tema, a eso voy. Y por lo demás no me he salido del asunto. Pero antes dé jeme hacerle notar que mi portera, que se había arruinado a fuerza de gastar en el crucifijo una buena madera de roble y en repartir puñados de dinero para gozar mejor de su emoción, se lió un mes después con un rufián de hermosa voz. Él la azotaba, oíamos gritos espantosos y poco después el hombre abría la ventana y lanzaba a los aires su romanza preferida: "Mujeres, qué bonitas sois." "¡Pero caramba!", decían los vecinos. Pero caram ba, ¿qué?, le pregunto yo. Bueno, es que ese barí tono tenía contra él las apariencias; y la portera también. Pero nada prueba que no se amaran. Y nada prueba tampoco que ella no amara a su ma rido. Por lo demás, cuando el rufián emprendió vuelo, con voz y brazo fatigados, ella, esa mujer fiel, volvió a los elogios del difunto. Después de todo, conozco a otros que, teniendo las apariencias a su favor, no son ni más constantes ni más since ros. Conocí a un hombre que dedicó veinte años de su vida a una casquivana, a la que le sacrificó todo, las amistades, el trabajo, y hasta la decencia de su vida, y que una noche se dio cuenta de que nunca la había amado. Lo que ocurría es que se aburría; eso era todo. Se aburría como la mayor parte de la gente. Entonces se había creado, a toda costa, una vida de complicaciones y de dramas. ¡Es menester que pase algo en nuestra vida! Aquí tiene usted la explicación de la mayor parte de los com promisos humanos. Es menester que pase algo, aun que sea el sometimiento sin amor, aunque sea la guerra o la muerte. ¡Vivan, pues, los entierros!

Yo por lo menos no tenía esa excusa. Yo no me aburría, puesto que reinaba. En aquella noche a que me referí, puedo hasta decirle que me aburría menos que nunca. No, verdaderamente no deseaba que pasara nada. Y sin embargo... Mire usted, querido señor; era un hermoso atardecer de otoño. En la ciudad se sentía aún cierta tibieza y sobre el Sena había ya cierta humedad. Caía la noche. El cielo estaba todavía claro en el oeste, pero iba os­cureciendo. Los faroles brillaban débilmente. Yo iba por la orilla izquierda del río hacia el puente de las Artes. Las aguas brillaban entre los puestos cerrados de los vendedores de libros viejos. En los muelles había poca gente. En París ya se comía. Yo iba pisando las hojas amarillas y polvorientas que todavía recordaban el verano. El cielo se iba llenando poco a poco de estrellas que uno percibía fugazmente al alejarse de un farol para ir al en cuentro de otro. Disfrutaba del silencio que había tornado a sobrevenir en la ciudad, gustaba de la ternura del atardecer, de un París desierto. Estaba contento, había tenido un buen día: un ciego, la reducción de una pena que yo esperaba para un reo, el cálido apretón de manos de mi cliente, al gunos actos de generosidad y, durante la tarde, una brillante improvisación frente a algunos amigos so bre la dureza de corazón de nuestra clase dirigente a la hipocresía de nuestra élite.

Yo había subido hasta el puente de las Artes, de sierto a aquella hora, para contemplar el río que apenas se adivinaba en medio de la noche que ya había caído. Frente al Vert-Galant dominaba la isla. Sentía ascender en mi interior un vasto sentimiento de potencia y, ¿cómo podría decirlo?, de realización, que dilataba mi pecho. Me erguí y me disponía a en cender un cigarrillo, el cigarrillo de la satisfacción, cuando en ese preciso instante detrás de mi estalló una carcajada. Sorprendido, me volví bruscamente. A mis espaldas no había nadie. Me llegué hasta el parapeto. Ningún bote, ninguna barca. Me volví ha cia la isla y, de nuevo, oí la carcajada a mis espaldas. Un poco más lejos, como si fuera descendiendo por el río. Me quedé allí clavado, inmóvil. La risa iba dis minuyendo de punto, pero la oía aún distintamente detrás de mí y no podía venir de otra parte sino de las aguas. Al mismo tiempo sentía los latidos preci pitados de mi corazón. Entiéndame bien; aquella risa nada tenía de misterioso. Era una risa franca, natu ral, amistosa, lo cual volvía a poner las cosas en su lugar. Al cabo de un rato ya no oía nada más. Re torné a los muelles, tomé por la calle Dauphine, compré cigarrillos que no necesitaba. Me sentía atur dido, respiraba con dificultad. Esa noche llamé a un amigo, que no estaba en su casa. Vacilaba en salir, cuando de pronto oí una carcajada bajo mis ventanas. Abrí. En la acera vi, en efecto, a unos jóvenes que se separaban alegremente. Torné a cerrar las ventanas encogiéndome de hombros. Después de todo, tenía que estudiar un expediente. Fui al cuarto de baño para beber un vaso de agua. Mi imagen sonreía en el espejo, pero me pareció que aquella sonrisa era doble...

¿Cómo? Perdóneme usted, estaba pensando en otra cosa. Mañana probablemente vuelva a verlo. Mañana, sí, eso es. No, no. No puedo quedarme por más tiempo. Además, aquel oso pardo que usted ve allí me llama para una consulta. Sin duda es un hombre honrado a quien la policía acosa injusta mente y por pura perversidad. ¿Le parece a usted que tiene la cara de asesino? Tenga la seguridad de que es la cara del empleo. También roba, y usted se sorprenderá al saber que ese hombre de las caver nas se especializó en el tráfico dé cuadros. En Ho landa todo el mundo es especialista en pinturas y en tulipanes. Éste, con su aire modesto, es el autor del más célebre de los robos de cuadros. ¿Cuál? Acaso se lo diga. No se sorprenda usted por mi saber. Aun que soy juez penitente, tengo aquí un violín de Ingres: soy el consejero jurídico de esta buena gente. Estudié las leyes del país y me hice de una clientela en este barrio, en el que no le exigen a uno diploma. No era cosa fácil, pero inspiro confianza, ¿no le pa rece? Tengo una hermosa risa, franca; mi apretón de manos es enérgico. Ésos son mis triunfos. Ade más, puse en orden ciertos casos difíciles. Primero por interés y luego también por convicción. Si los rufianes y los ladrones estuvieran siempre y en to das partes condenados, las gentes honradas se cree rían todas y sin cesar inocentes, querido señor. Y a mi juicio -¡aquí, aquí es donde quería llegar!- es eso, sobre todo, lo que hay que evitar. De otra mane ra habría de qué reírse.









Verdaderamente, querido compatriota, le estoy re conocido por su curiosidad. Sin embargo, mi his toria no es nada extraordinaria. Ha de saber us ted, puesto que la cosa le interesa, que pensé un poco en aquella carcajada durante algunos días y que luego la olvidé. De cuando en cuando me pare cía escucharla en alguna parte de mí mismo; pero casi siempre pensaba sin esfuerzo en cualquier cosa.

He de reconocer, con todo, que ya no puse los pies en los muelles de París. Cuando pasaba por allí en coche ó en automóvil, en mi interior se produ cía una especie de silencio. Creo que esperaba algo. Pero atravesaba el Sena, no ocurría nada y enton ces respiraba. En aquellos momentos me sobreve nían también ciertas debilidades. Nada preciso. Una especie de abatimiento, si usted quiere. Una espe cie de dificultad para volver a adquirir mi buen humor. Vi a algunos médicos, que me dieron estimu lantes. Me reanimaba un poco y luego volvía a caer en mi abatimiento. La vida se me hacía menos fácil: cuando el cuerpo está triste, el corazón languidece. Me parecía que iba olvidando en parte aquello que nunca habla aprendido y que, sin embargo, sabía hacer tan bien, quiero decir, vivir. Sí, creo que fue entonces cuando comenzó todo.

Pero esta noche tampoco me siento muy bien. Hasta me cuesta trabajo formar las frases. Me pa rece que hablo menos bien y que mi discurso es menos seguro. Probablemente se deba al tiempo. Se respira con dificultad. El aire está tan pesado que oprime el pecho. ¿Tendría usted inconveniente, que rido compatriota, en que saliéramos a caminar un poco por la ciudad? Gracias.

¡Qué hermosos son los canales por la noche! Me gusta el aliento de las aguas estancadas, el olor de las hojas muertas que se pudren en el canal y ese otro olor, fúnebre, que sube desde las barcas car­gadas de flores. No, no, este gusto mío nada tiene de morboso, créame. Por el contrario, en mí es deli berado. Lo cierto es que me esfuerzo por admirar estos canales. Lo que más me gusta en el mundo es Sicilia. Ya ve usted. Y sobre todo apreciarla desde lo alto del Etna, en medio de la luz, con la condición de dominar la isla y el mar. Java también me gusta, pero en la época de los alisios. Sí, estuve allí en mi juventud. En general me gustan todas las islas. En ellas es más fácil reinar.

Casa deliciosa, ¿no? Las dos cabezas que ve usted allí son de esclavos negros. Se trata de un anuncio. La casa pertenecía a un vendedor de esclavos. ¡Ah!, en aquellos tiempos nadie escondía su juego. Tenían estómago, decían: "Vaya, tengo riquezas, trafico con esclavos, vendido carne negra". ¿Se imagina usted hoy a alguien que hiciera conocer así públicamente que ése es su oficio? ¡Qué escándalo! Ya me parece oír a mis conciudadanos parisienses; es que ellos son irreductibles en este punto. No vacilarían en lanzar dos o tres manifiestos; y tal vez más. Y, pensándolo bien, yo agregaría mi firma a las de ellos. La esclavitud, ¡ah! Pero no; estamos contra ella. Que nos veamos obligados a instalarla en nuestra casa o en las fábricas, pase. Eso está en el orden de las co­sas. ¡Pero, vanagloriarse de ello es el colmo!

Ya sé que no podemos prescindir de dominar o de que nos sirvan. Cada ser humano tiene necesidad de esclavos como el aire puro. Mandar es respirar. ¿También usted es de la misma opinión? Y hasta los más desheredados consiguen respirar. El último en la escala social tiene todavía a su cónyuge o a su hijo; si es soltero, a un perro. En suma, que lo esen cial es poder enojarse sin que el otro tenga derecho a responder. "No se le responde al padre". ¿Conoce usted la fórmula? En cierto sentido es bien singular, porque, ¿a quién habíamos de responder en este mun do, sino a los que amamos? Pero, en otro sentido, es convincente. Alguien tiene que tener, al fin de cuentas, la última palabra. Porque a toda razón pue de oponérsele otra, y así no se terminaría nunca. El poder, en cambio, lo decide todo terminantemente. Hemos tardado, pero al fin lo comprendimos. Por ejemplo, y usted debe de haberlo notado, nuestra vieja Europa filosofa por fin corno es debido. Ya no decimos, como en épocas ingenuas: "Yo pienso así, ¿cuáles son sus objeciones?". Ahora hemos adqui rido lucidez; reemplazamos el diálogo por el comu nicado. "Nosotros decirnos que ésta es la verdad. Vosotros siempre podréis discutirla. Eso no nos inte resa. Pero, dentro de ayunos años, la policía os mostrará que yo tengo razón".

¡Ah, querido planeta! Ahora todo es claro en él. Nos conocemos. Sabemos de qué somos capaces. Vea, yo, para cambiar de ejemplo, ya que no de tema, siempre quise que me sirvieran con una sonrisa. Si la criada tenía aire triste, me envenenaba el día. Desde luego que ella tenía derecho a no estar ale gre; pero yo me decía que era mejor para ella que me sirviera sonriendo y no llorando. En rigor de verdad, era mejor para mí. Sin embargo, sin ser glorioso, mi razonamiento no era del todo tonto. Análogamente, siempre me resistía a comer en res taurantes chinos. ¿Por qué? Porque los asiáticos, cuando permanecen callados y están ante blancos, tienen a menudo aire despectivo. ¡Desde luego que cuando sirven conservan ese aire! ¿Cómo podemos entonces gozar de un pollo a la china y, sobre todo, cómo podemos pensar, mirándolos, que tenemos razón?

Dicho sea entre nosotros, la servidumbre, y de pre ferencia sonriente, es, pues, inevitable. Pero no de bemos reconocerlo. ¿No es mejor que aquel que no puede prescindir de tener esclavos, los llame hom bres libres? Primero, por una cuestión de principios, y luego para no desesperarlos. Les debemos esta compensación, ¿no le parece? Así ellos continuarán sonriendo y nosotros conservaremos nuestra tran quilidad de conciencia. Si no fuera de este modo, nos veríamos obligados a volvernos sobre nosotros mis mos, enloqueceríamos de dolor, y hasta nos haría mos modestos. Cualquier cosa puede temerse. Por lo demás, ningún anuncio comercial. Éste de aquí, por ejemplo, es escandaloso. ¡Si todo el mundo se sentara a la mesa en el lugar que le corresponde, si revelara su verdadero oficio y su identidad, ya no sabríamos dónde poner la cara! Imagine usted tar jetas de visita como éstas: "Dupont, filósofo timo rato o propietario cristiano, o humanista adúltero". Hay verdaderamente para elegir. ¡Pero eso sería el infierno! Sí, el infierno debe ser así: calles con le treros y ningún medio para explicarse. Queda uno clasificado de una vez por todas.

Por ejemplo usted, mi querido compatriota, pien se en cuál podría ser su cartel. ¿Se calla usted? Va mos, ya me responderá después. En todo caso, yo sé cuál es el mío: un rostro doble, un encantador Jano, y por encima de él la divisa de la casa: "No os fiéis". En mis tarjetas se leería: "Jean-Baptiste Clamence, comediante." Mire usted, poco después del atardecer de que le hablé, descubrí algo. Cuan do abandonaba a un ciego en la acera a la cual lo había ayudado allegar, lo saludaba. Evidentemente, ese sombrerazo no estaba destinado a él, puesto que no podía verlo. ¿A quién, pues, se dirigía? Al público. Después de desempeñar el papel, vienen los saludos. No está mal, ¿eh? Otro día, por la mis ma época, a un automovilista que me agradecía por haberlo ayudado, le respondí que nadie habría he cho tanto como yo. Desde luego que quería decirle que cualquiera lo habría hecho. Pero ese desdichado lapsus se me quedó en el corazón. En punto a modes tia, yo era realmente imbatible.

Debo reconocerlo humildemente, querido compa triota: siempre reventé de vanidad. Yo, yo, yo; ése era el estribillo de mi cara vida. Estribillo que se extendía a todo cuanto decía. Nunca pude hablar sin vanagloriarme. Sobre todo si lo hacía con esa estre­pitosa discreción cuyo secreto yo poseía. Verdad es que siempre viví como hombre libre y poderoso. Sen cillamente me sentía liberado con respecto a todos, por la excelente razón de que no reconocía ningún igual mío. Siempre me estimé más inteligente que todo el mundo, ya se lo dije, pero también más sen sible y más hábil, tirador excelente, conductor in comparable, mejor amante. Hasta en aquellos terrenos en que me resultaba fácil verificar mi inferiori dad, como en el tenis, por ejemplo, juego en el que yo no era sino un contendiente mediocre, me era difí cil no creer que, si tuviera tiempo de entrenarme, estaría entre los campeones. En mí no admitía sino superioridades, lo cual explicaba mi benevolencia y serenidad. Cuando me ocupaba de los demás, lo hacía por pura condescendencia, con toda libertad, y el mérito era todo mío: subía en un grado el amor que sentía por mí mismo.

Con algunas otras verdades, descubrí estas evi dencias poco a poco, en el período que siguió a aque lla tarde de que le hablé. No sucedió en seguida, no, ni tampoco muy claramente. Primero fue menester que recuperara la memoria. Paulatinamente fui vien do con mayor claridad, fui aprendiendo un poco de lo que sabía. Hasta entonces un sorprendente poder de olvido siempre me había ayudado. Lo olvidaba todo y antes que ninguna otra cosa mis resoluciones. En el fondo, nada me importaba. La guerra, el sui cidio, el amor, la miseria, eran cosas a las que, por cierto, prestaba atención cuando las circunstancias me obligaban a ello; pero lo hacía de manera cortés y superficial. A veces fingía apasionarme por una causa extraña a mi vida más cotidiana. Sin embargo, en el fondo yo no participaba de esa causa, salvo, claro está, cuando mi libertad se veía contrariada. ¿Cómo decirlo? Las cosas me resbalaban. Sí, todo resbalaba sobre mí.

Pero, seamos justos. Lo cierto es que mis olvidos tenían mérito. Habrá usted observado que hay gen tes cuya religión consiste en perdonar todas las ofensas, ofensas que, en efecto, perdonan, pero nunca olvidan. Yo no estaba hecho de tan buena madera para perdonar las ofensas; pero siempre terminaba por olvidarlas. Y aquel que se creía detestado por mí, no salía de su asombro cuando yo lo saludaba con una amplia sonrisa. Según su índole, admiraba entonces mi grandeza de ánimo o bien despreciaba mi torpeza, sin imaginar que la razón que me movía a tal actitud era más sencilla: había olvidado hasta el nombre de esa persona. La misma falla que me hacía indiferente o ingrato, me presentaba entonces como magnánimo.

Vivía, pues, despreocupado y sin otra continui dad que aquella del "yo, yo, yo". Despreocupado por las mujeres, despreocupado por la virtud o el vicio, despreocupado como los perros; pero yo mismo es taba siempre sólidamente presente en mi puesto. Iba así andando por la superficie de la vida, de al guna manera, en las palabras, pero nunca en la reali dad. ¡Cuántos libros apenas leídos, cuántos amigos apenas amados, cuántas ciudades apenas visitadas, cuántas mujeres apenas poseídas! Hacía ademanes por aburrimiento o por distracción. Los seres desfi laban, querían atarse a mí; pero en mí no había nada y entonces sobrevenía la desdicha. Para ellos. Por que, en cuanto a mí, yo olvidaba. Nunca me acordé sino de mí mismo.

Sin embargo, poco a poco fui recobrando la me moria. O, mejor dicho, yo volví a ella y allí encontré el recuerdo que me esperaba. Antes de hablarle de esto, permítame usted, querido compatriota, que le dé algunos ejemplos (y no tengo la menor duda de que le servirán) de lo que descubrí en el curso de mi exploración.

Un día en que conduciendo mi automóvil, tardé un segundo en arrancar cuando apareció la señal verde, mientras nuestros pacientes conciudadanos descar gaban sin dilación sus bocinas en mis espaldas, recordé de pronto otra aventura que me ocurrió en las mismas circunstancias. Una motocicleta conducida por un hombrecillo seco, que llevaba lentes y panta lones de golf, me había pasado y se había instalado delante de mí en el momento en que aparecía la se ñal roja. Al detenerse, al hombrecillo se le había parado el motor y se esforzaba en vano para volver a ponerlo en marcha. Cuando apareció la señal verde, le pedí, con mi habitual cortesía, que apartara su motocicleta, a fin de que yo pudiera pasar. El hom brecillo continuaba poniéndose nervioso, a causa de su asmático motor. Entonces me respondió, de acuer do con las reglas de la cortesía parisiense, que me fuera al diablo. Yo insistí, siempre cortés, pero con un ligero matiz de impaciencia en la voz. En seguida se me hizo saber que, de todos modos, podía irme adonde se me había mandado, a pie o a caballo. A todo, esto, a mis espaldas algunas bocinas comenza ban a hacerse oír. Con mayor firmeza pedí a mi interlocutor que fuera más urbano y que conside rara que estaba impidiendo la circulación. El irasci ble personaje, exasperado sin duda por la mala vo luntad, que se había hecho evidente, de su motor, me informó que si yo deseaba lo que él llamaba sa cudirme el polvo, me lo ofrecía de todo corazón. Tanto cinismo me colmó de justo furor, de manera que salí de mi coche con la intención de darle una tunda a aquel grosero. Yo no creo ser cobarde (¡y que no lo piensen los demás!) ; era por lo menos una cabeza más alto que mi adversario, mis múscu los siempre me respondieron bien. Aún ahora creo que si alguno de los dos había de sacudir el polvo al otro, ése iba a ser yo. Pero apenas había yo bajado a la calzada cuando de la multitud que comenzaba a reunirse salió un hombre que, precipitándose sobre mí, me dijo que yo era el último de los cobardes y que no me permitiría golpear a un hombre que, te niendo una motocicleta entre las piernas, se encon traba, por consiguiente, en desventaja. Hice frente a ese mosquetero y, a decir verdad, ni siquiera lo vi. En efecto, apenas hube vuelto la cabeza cuando, casi en el mismo momento, oí de nuevo las explosiones del motor de la motocicleta y recibí un violento golpe en la oreja. Antes de que hubiera tenido tiempo de darme cuenta de lo que había pasado, la motocicleta se alejó. Aturdido, me dirigí maquinalmente hacia el D'Artagnan, cuando, en el mismo instante, un con cierto exasperado de bocinas se levantó de la fila, ya considerable, de vehículos. Había vuelto a aparecer la señal verde. Entonces, aún un poco confuso, en lugar de sacudir al imbécil que me había interpelado, volví dócilmente a mi coche y arranqué mientras a mi paso el imbécil me saludaba con un "Pobre infe liz", del que todavía me acuerdo.

Episodio sin importancia, dirá usted. Sin duda. Sólo que me llevó mucho tiempo olvidarlo. Ahí está lo importante del asunto. Sin embargo, tenía excu sas. Me había dejado golpear sin responder, pero no se me podía acusar de cobardía. Sorprendido, in terpelado por dos lados, yo había quedado confuso y las bocinas completaron mi confusión. Con todo, me sentía desdichado como si hubiera pecado contra el honor. Volvía a verme subiendo a mi coche, sin una reacción, bajo las miradas irónicas de una mu­chedumbre tanto más encantada por cuanto aquel día, lo recuerdo bien, llevaba yo un traje azul muy elegante. Volví a oír aquel "Pobre infeliz" que, así y todo, me parecía justificado. En suma, que me ha bía desinflado públicamente; por obra de una concu rrencia de circunstancias. Después del hecho, yo comprendía claramente lo que hubiera debido hacer. Me veía derribando a D'Artagnan de un buen gancho, volviendo a mi automóvil, persiguiendo al monito que me había golpeado, alcanzándolo, aplastándole la motocicleta contra una acera, apartándolo y apli cándole la paliza que con creces se merecía. Con al gunas variaciones, hacía pasar centenares de veces este
film por mi imaginación. Pero era demasiado tarde, de manera que durante días tuve que dige rir un feo resentimiento.

Vaya, está lloviendo de nuevo. Cobijémonos en ese porche, ¿no le parece? Bueno. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí el honor! Pues bien, cuando volví a recordar esta aventura, comprendí lo que ella significaba. En definitiva, mis sueños no habían resistido la prueba de los hechos. Había soñado, esto resultaba ahora claro, con ser un hombre completo, que se había hecho respetar tanto en su persona como en su pro fesión. A medias un Cerdan, a medias un De Gaulle, si usted quiere. En suma, que quería dominar en to das las cosas. Por eso asumía actitudes artificiales .y ponía más cuidado y coquetería en mostrar mi ha bilidad física que mis dotes intelectuales. Pero, des pués de haber sido golpeado en público sin reaccio nar, ya no me era posible acariciar esta hermosa imagen de mí mismo. Si yo hubiera sido el amigo de la verdad y de la inteligencia que pretendía ser, ¿qué me habría importado aquella aventura, ya ol vidada por quienes habían sido los espectadores? Apenas me habría acusado por haberme enojado sin casi motivos, y también estando enojado, por no ha ber sabido afrontar las consecuencias de mi cólera, carente de presencia de espíritu. En lugar de eso yo ardía por desquitarme, ardía por golpear y vencer, como si mi verdadero deseo no fuera ser la criatura más inteligente o la más generosa de la tierra, sino tan sólo apalear a quien se me antojara, ser siempre el más fuerte, y del modo más elemental. La verdad es que todo hombre inteligente, lo sabe usted muy bien, sueña con ser un
gangster y con dominar en la sociedad exclusivamente por la violencia. Puesto que la cosa no es tan fácil como pudiera hacérnoslo pen sar la lectura de novelas especializadas, generalmen te uno se remite a la política y recurre al partido más cruel. ¿Qué importa, no le parece, que humillemos nuestro espíritu, si por ese medio conseguimos do minar a todo el mundo? En mí yo descubría dulces sueños de opresión.

Por lo menos sabía que no estaba del lado de los culpables, de los acusados, sino en la medida exac ta en que su culpa no me causaba ningún daño. Su culpabilidad me hacía elocuente, porque yo no era la víctima. Cuando me veía amenazado, no sólo me convertía en un juez, sino en un amo irascible que, fuera de toda ley, quería aplastar al delincuente y hacer que cayera de rodillas. Después de esto, que rido compatriota, es muy difícil continuar creyendo seriamente en qué uno tiene vocación por la justicia y en que es el defensor predestinado de viudas y huérfanos.

Puesto que la lluvia arrecia y tenemos tiempo, ¿me atreveré a confiarle un nuevo descubrimiento que hice poco después en mi memoria? Sentémonos al reparo, allí en ese banco. Hace siglos que-los fuma dores de pipa contemplan desde él cómo cae la mis­ma lluvia sobre el mismo canal. Lo que tengo que contarle es un poco más difícil. Esta vez se trata de una mujer. Sepa usted primero que siempre tuve éxito, y sin realizar grandes esfuerzos, con las mu jeres. No digo que tuve éxito en hacerlas felices, ni siquiera en hacerme feliz yo mismo, a causa de ellas. No; sencillamente tenía éxito. Lograba los fines que me proponía y más o menos cuando lo deseaba. Las mujeres encontraban en mí cierto encanto. Imagí nese. ¿Sabe usted lo que es tener encanto? Una ma nera de oír que le responden a uno sí, sin haber for mulado ninguna pregunta clara. Así me ocurría en aquella época. ¿Le sorprende a usted? Vamos, no lo niegue. Es muy natural, con la cara que ahora tengo. ¡Ay, después de cierta edad, todo hombre es respon sable de su cara! La mía...; pero ¿qué importa? El hecho, es que en mí encontraban encanto y yo lo aprovechaba.

Sin embargo, no ponía en juego ningún cálculo; obraba de buena fe, o casi de buena fe. Mis relacio nes con las mujeres eran naturales, sueltas, fáciles, como suele decirse. No me valía de ningún ardid, o únicamente de ese ardid ostensible que ellas consi deran como un homenaje. Las amaba, según la ex-presión consagrada, lo cual es lo mismo que decir que nunca amé a ninguna. La misoginia me parecía vulgar y tonta, de manera que siempre juzgué mejo res que yo a casi todas las mujeres que conocí. Sin embargo, al colocarlas tan alto lo más frecuente era que las utilizara en lugar de servirlas.

Desde luego que el amor verdadero es excepcional. Sobrevendrá más o menos dos o tres veces por siglo. En lo restante del tiempo lo que hay es vanidad o tedio. Por lo que hace a mí mismo, en todo caso, yo no era la religiosa portuguesa. No tengo el corazón seco cuando llega el caso, sino, por el contrario, soy capaz de enternecimiento, y junto con eso tengo las lágrimas fáciles. Sólo que mis raptos se vuelven siem pre hacia mí, mis enternecimientos me conciernen. Después de todo, resulta falso afirmar que nunca haya amado. En mi vida por lo menos hube de ali mentar un gran amor, del cual siempre fui el objeto. Desde este punto de vista, después de las inevitables dificultades de la edad muy juvenil, quedé rápida mente fijado: la sensualidad y únicamente la sensua­lidad reinaba en mi vida amorosa. Buscaba sólo ob jetos de placer y de conquista. En esto me ayudaba, por lo demás, mi constitución física: la naturaleza se mostró generosa conmigo. Y yo estaba no poco orgulloso de ello; de manera que obtenía muchas satisfacciones de las que no sabría ya decir si eran de placer o de prestigio. Bien, dirá usted que conti núo jactándome. No lo negaré y desde luego que me enorgullezco menos de mi jactancia que de aquello de que me jacto, puesto que era verdadero.

En todos los casos mi sensualidad, para no hablar sino de ella, era tan real que aun por una aventura de diez minutos, yo habría renegado de padre y ma dre, aunque luego tuviera que lamentarlo amarga mente. ¡Qué digo! Sobre todo por una aventura de diez minutos, aún más, si estaba seguro de que no iba a tener un mañana. Desde luego que respetaba ciertos principios, entre ellos, por ejemplo, el de que la mujer de un amigo es sagrada. Lo que hacía entonces con toda sinceridad era sencillamente de jar de tener amistad con el marido, algunos días antes. ¿No debería llamar a esto sensualidad? La sen sualidad no es repugnante en sí misma. Seamos in dulgentes y hablemos, más bien, de una debilidad, de una especie de incapacidad congénita de ver en el amor otra cosa que lo que se hace en él. Pero, después de todo, esa debilidad era cómoda. Unida a mi facultad de olvido, favorecía a mi libertad. Al mismo tiempo, en virtud de cierto aire ausente y de irreductible independencia, que ella me daba, me ofrecía ocasión de nuevos éxitos. A fuerza de no ser romántico, daba sólido alimento a lo novelesco. Nues tras amigas, efectivamente, tienen esto de común con Bonaparte: siempre piensan obtener éxito en aquello en que todo el mundo fracasó.

En aquel comercio yo satisfacía, por lo demás, otra cosa aparte de la sensualidad: mi amor al juego. En las mujeres veía yo a las adversarias de cierto juego que, por lo menos, tenía visos de inocencia. Mire usted: no aguanto aburrirme y en la vida no aprecio sino las diversiones. Toda sociedad, por bri llante que sea, me agobia rápidamente, en tanto que nunca me aburrí con las mujeres que me gustaban. Me cuesta trabajo confesarlo, pero habría renunciado a diez conversaciones con Einstein por un primer encuentro con una bonita figuranta. Verdad es que a la décima cita habría suspirado por Einstein o por lecturas serias. En suma, que nunca me preocupé por los grandes problemas, sino en los intervalos de mis modestas expansiones. Y cuántas veces, hallán dome en la calle en medio de una discusión apasio nada con amigos, perdía el hilo del razonamiento que se exponía porque una linda coqueta cruzaba en ese momento la calzada.

De manera que yo jugaba a ese juego. Sabía que a ellas no les gustaba que uno fuera demasiado rá pidamente a la meta. Primero era necesaria la con versación, la ternura, como ellas dicen. Y siendo abogado, lo que me faltaba no eran discursos ni miradas, habiendo sido en el regimiento aprendiz de comediante. Cambiaba con frecuencia de papel, pero siempre representaba la misma pieza. Por ejem plo, el número de la seducción incomprensible, el número del "no sé por qué", del "no hay razón alguna, yo no deseaba ser atraído, estaba cansado del amor, etc."., era siempre eficaz, aunque fue ra de los más viejos del repertorio. También repre sentaba el número de la dicha misteriosa que nin guna otra mujer consiguió jamás depararnos, dicha que acaso no tenga futuro y que hasta con toda segu ridad no lo tiene (pues uno no quería garantizar de masiadas cosas), pero que, precisamente por eso, era irreemplazable. Sobre todo había perfeccionado una pequeña tirada, siempre bien recibida, que us ted aplaudiría, no me cabe la menor duda. Lo esen cial de esa tirada descansaba en la afirmación, dolo rosa y resignada, de que yo no valía nada, de que no valía la pena que se pegaran a mí, de que mi vida ya había terminado, de que no gozaba de la felicidad de todos los días, felicidad que acaso yo habría preferido a cualquier otra cosa, pero, ¡ay!, ya era demasiado tarde. Guardaba, claro está para mí, los motivos de esa frustración decisiva, sabien do que es mejor acostarse con el misterio. Por lo demás, en cierto modo yo mismo creía en lo que decía, vivía mi papel. No es, pues, sorprendente el hecho de que mis adversarias también se pusieran a representar con fuego. Las más sensibles de mis amigas se esforzaban por comprenderme y ese es fuerzo las llevaba a melancólicos abandonos. Las otras, satisfechas al ver que yo respetaba las reglas del juego y que tenía la delicadeza de hablar antes de obrar, se entregaban sin esperar a más. Entonces yo había ganado y doblemente, pues, además, del deseo que yo sentía por ellas, satisfacía al amor que me tenía a mí mismo al verificar cada vez mis bri llantes facultades.

Y esto es tan cierto que aun cuando ocurría que algunas no me procuraban sino un placer mediocre, así y todo yo trataba de reanudar mis relaciones con ellas, de cuando en cuando, ayudado probable mente por ese deseo singular que favorece la sepa ración seguida de una complicidad de pronto reno vada; pero también lo hacía para confirmar que nuestros lazos existían siempre y que sólo dependía de mí estrecharlos. A veces hasta les hacía jurar que no pertenecerían a ningún otro hombre, para acallar, así, de una vez por todas, mis inquietudes sobre ese punto. Sin embargo, mi corazón nada tenía que ver en estas inquietudes, ni siquiera tampoco mi imagi nación. Una especie de pretensión se había en efecto encarnado en mí con tanta fuerza que me era difí cil imaginar, a pesar de la evidencia, que una mujer, habiendo sido mía, pudiera alguna vez pertenecer a otro hombre. Pero ese juramento que ellas me ha cían, al comprometerlas me liberaba. Puesto que no pertenecerían a nadie más, yo podía entonces deci­dirme a romper con ellas, lo que de otra manera me habría sido casi siempre imposible. La verificación, en lo tocante a ellas, la hacía de una vez por todas y mi poder quedaba asegurado por largo tiempo. Cu rioso, ¿no? Pues es así, querido compatriota. Unos gritan: "¡Ámame!"; los otros: "¡No me ames!". Pero cierta clase de hombres, la más desdichada, dice: "¡No me ames, pero permanéceme fiel!".

Sólo que, y ahí está la cosa, la verificación nunca es definitiva. Hay que volver a empezar con cada criatura. A fuerza de volver a empezar, uno contrae hábitos. Pronto el discurso se nos viene a la boca sin pensarlo, luego sigue el reflejo. Un día se en cuentra uno en la situación de tomar una mujer sin desearla realmente. Créame, para ciertos seres, por lo menos, tomar lo que no desean es la cosa más difícil del mundo.

Eso fue lo que ocurrió un día y no viene al caso decirle a usted quién era ella. Le haré saber tan sólo que, sin llegar realmente a turbarme, me atraía por su aspecto pasivo y ávido. Francamente todo fue mediocre, como no podía menos de esperarlo. Pero como nunca tuve complejos, me olvidé bien pronto de aquella mujer a la que no volví a ver. Yo pen saba que ella no se había dado cuenta de nada y ni siquiera me imaginaba que pudiera tener alguna opi nión. Por lo demás, a mis ojos su aire pasivo la sepa raba del mundo. Sin embargo, pocas semanas después vine a enterarme de que había confiado a un tercero mis insuficiencias. Inmediatamente sentí como si me hubieran engañado; no era tan pasiva como yo creía, no le faltaba facultad de juicio. Luego me encogí de hombros y procuré reírme de la cosa. Y hasta verdaderamente conseguí reírme; era claro que aquel incidente carecía de toda importancia. Si hay un dominio en que la modestia debería ser la regla, ¿no es el de la sexualidad, con todo lo que ella tiene de imprevisible? Pero no, es el de que consigue más, aun en la soledad. A pesar de mis encogimientos de hombros, ¿cuál fue en verdad mi conducta? Poco después volví a ver a aquella mujer; hice todo lo que era menester para seducirla y volver a poseer la verdaderamente. No me resultó muy difícil: a ellas tampoco les gusta quedarse en un fracaso. A partir de ese momento y sin quererlo claramente, me puse a mortificarla de, todas las maneras. La abandonaba y la volvía a tomar, la obligaba a en tregarse en momentos y en lugares que no eran los apropiados, la trataba de modo tan brutal, en todos los aspectos, que terminé por pegarme a ella como me figuro que un carcelero se liga a su preso. Y esto ocurrió hasta el día en que, en medio del violento desorden de un doloroso y obligado placer, ella rindió homenaje en voz alta a lo que la sometía. Aquel día comencé a alejarme de ella. Desde entonces la olvidé.

Convendré con usted, a pesar de su cortés silen cio, que esta aventura no es precisamente brillante. ¡Piense sin embargo en su vida, querido compatriota! Hurgue en su memoria y tal vez encontrará alguna historia parecida, que va me contará usted después. En cuanto a mí, cuando recordaba aquella aventura no dejaba de reírme. Pero me reía con una risa dife rente, bastante parecida a aquella que había oído en el puente de las Artes. Me reía de mis discursos y de mis defensas. Más aún de mis defensas, por otra parte, que de mis discursos con las mujeres. A ellas, por lo menos, les mentía poco. El instinto hablaba claramente, sin evasivas, en mi conducta. El acto de amor es en verdad una confesión. En él grita osten siblemente el egoísmo, se manifiesta la vanidad, o bien se revela allí una generosidad verdadera. Por último, en aquella lamentable historia, aún más que en mis otras intrigas, yo había sido más franco de lo que pensaba. Había dicho quién era y cómo podía vivir. A pesar de las apariencias yo era pues más digno en mi vida privada, aun cuando (y sobre todo por eso) me condujera como acabo de decírselo, que en mis grandes vuelos profesionales sobre la inocencia y la justicia. A lo menos, viéndome obrar con los seres yo no podía engañarme acerca de la verdad de mi naturaleza. Ningún hombre es hipócrita en sus placeres. ¿Leí esto en alguna parte, querido com patriota, o sencillamente lo pensé?

Cuando consideraba, pues la dificultad que tenia para separarme definitivamente de una mujer, difi cultad que me llevaba a mantener tantas relaciones simultáneas, no hacía responsable de ello a la ter nura de mi corazón. No era la ternura de mi corazón lo que me hacía obrar cuando una de mis amigas, habiéndose cansado de esperar el Austerlitz de nuestra pasión, hablaba de retirarse. Inmediatamente era yo quien daba un paso adelante, era yo el que ha cía concesiones, el que se hacía elocuente. La ternu ra y la dulce debilidad del corazón eran cosas que yo despertaba en las mujeres en tanto que a mí no me quedaba sino la apariencia. Me sentía sencilla mente un poco excitado porque se me había recha zado, un poco alarmado también por la posible pérdida de un afecto. A veces es verdad que me parecía sufrir realmente. Pero bastaba que la rebelde se mar chara, para que la olvidara en seguida sin esfuerzo alguno, como la olvidaba, teniéndola junto a mí, cuando, en cambio, ella había decidido volver a mi lado. No, no era el amor ni la generosidad lo que me despertaba cuando me veía en peligro de que me abandonaran, sino únicamente el deseo de ser amado y de recibir lo que, según pensaba, se me debía. Apenas amado y apenas mi adversaria que­daba nuevamente olvidada, yo volvía a resplandecer, me sentía bien, me hacía simpático.

Observe usted que una vez que conseguía recon quistar un afecto tornaba a sentir su peso. En ciertos momentos de impaciencia, me decía entonces que la solución ideal habría sido la muerte de la persona que me interesaba. esa muerte habría fijado defini­tivamente los lazos que nos unían, por una parte, y por otra, habría quitado a esa mujer el carácter de obligación. Pero no puede uno desear la muerte de todo el mundo ni, en última instancia, despoblar el planeta para gozar de una libertad que no podía imaginar de otra manera. Mi sensibilidad se oponía a ello y también mi amor a los hombres.

El único sentimiento profundo que llegaba a expe rimentar en tales intrigas era la gratitud, cuando todo marchaba bien y cuando se me daba, al mismo tiempo que la paz, la libertar de ir y venir, que nun ca me resultaba más agradable y alegre con unza mujer que cuando acababa de abandonar el lecho de otra, como si extendiera a todas las otras muje res la deuda que había contraído poco antes con una de ellas. Cualquiera que fuera, por lo demás, la con fusión aparente de mis sentimientos, el resultado que obtenía era claro: conservaba todos los afectos alre dedor de mí para servirme de ellos cuando quisiera. De manera que no podía vivir de mi declaración mis ma, sino con la condición de que en toda la tierra todos los seres, o el mayor número posible de ellos, estuvieron vueltos hacia mí, eternamente vacantes, privados de vida independiente, prontos a responder a mi llamada en cualquier momento, consagrados por fin a la esterilidad hasta el día en que yo me dignara favorecerlos con mi luz. En suma, para que yo viviera feliz era necesario que los seres que elegía no vivie­ran de modo alguno. Debían recibir vida, muy de cuando en cuando, de mi capricho.

¡Ah, créame que en modo alguno me complazco en contarle todo esto! Cuando pienso en ese período de mi vida en el que exigía tanto sin dar nada yo mismo, en el que movilizaba a tantos seres para ser virme de ellos, en que los ponía, por así decirlo, al hielo para tenerlos un día u otro a mano, de acuerdo con lo que me conviniera, no sé en verdad cómo llamar al curioso sentimiento que me invade.

¿No será vergüenza? Dígame, querido compatriota, ¿no quema un poco la vergüenza? ¿Sí? Entonces tal vez se trate de ella o de uno de esos ridículos sen timientos ligados al honor. En todo caso me parece que ese sentimiento no hubo ya de abandonarme desde aquella aventura que encontré en el centro de mi memoria y cuyo relato ya no puedo diferir por más tiempo, a pesar de mis digresiones y de los esfuerzos de una inventiva a la que espero haga us ted justicia.

¡Vaya, dejó de llover! Tenga usted la bondad de acompañarme hasta mi casa. Estoy cansado, extra ñamente cansado. No por haber hablado, sino ante la sola idea de lo que todavía tengo que decir. ¡Va mos! Unas pocas palabras bastarán para describir mi descubrimiento esencial. ¿Por qué decir más? Para que la estatua quede desnuda los bellos dis cursos deben volar. La cosa ocurrió así: aquella noche de noviembre, dos o tres años antes del atar­decer en que creí oír unas carcajadas a mis espaldas, dirigiéndome a mi casa iba hacia la orilla izquierda del río por el puente Royal. Era la una de la madru gada. Caía una lluvia ligera, más bien una llovizna, que dispersaba a los raros transeúntes. Volvía yo de casa de una amiga, que seguramente ya dormía. Me sentía feliz en esa caminata, un poco embotado, con el cuerpo calmo, irrigado por una sangre tan dulce como la lluvia que caía. En el puente pasé por detrás de una forma inclinada sobre el parapeto, que pare cía contemplar el río. Al acercarme distinguí a una joven delgada, vestida de negro. Entre los cabellos oscuros y el cuello del abrigo veía sólo una nuca fresca y mojada a la que no fui insensible. Pero des pués de vacilar un instante, proseguí mi camino. Al llegar al extremo del puente tomé por los muelles en dirección de Saint-Michel, donde vivía. Había re corrido ya unos cincuenta metros más o menos, cuan do oí el ruido, que a pesar de la distancia me pareció formidable en el silencio nocturno, de un cuerpo que cae al agua. Me detuve de golpe, pero sin vol verme. Casi inmediatamente oí un grito que se repi tió muchas veces y que fue bajando por el río hasta que se extinguió bruscamente. El silencio que sobre vino en la noche, de pronto coagulada, me pareció interminable. Quise correr y no me moví. Creo que temblaba de frío y de pavor. Me decía que era me nester hacer algo en seguida y al propio tiempo sen tía que una debilidad irresistible me invadía el cuer po. He olvidado lo que pensé en aquel momento. "Demasiado tarde, demasiado lejos... ", o algo pa recido. Me había quedado escuchando inmóvil. Lue go, con pasitos menudos, me alejé bajo la lluvia. A nadie di aviso del incidente.

Pero ya hemos llegado. Ésta es mi casa, mi refu gio. ¿Mañana? Sí, como usted quiera. Lo llevaré con mucho gusto a la isla de Marken. Verá el Zuyderzee. Nos encontraremos a las once en el
Mexico-City. ¿Cómo dice usted? ¿Aquella mujer? ¡Ah, no sé, ver­daderamente no sé! Ni al día siguiente ni en muchos otros días leí los periódicos.









Un pueblo de muñecas, ¿no le parece a usted? ¡La nota pintoresca no es precisamente lo que le falta! Pero no lo traje a esta isla por lo que ella tiene de pintoresco, querido amigo. Todo el mundo puede hacerle admirar cofias, zuecos, casas adornadas en las que los pescadores fuman tabaco fino en medio del olor de pintura encáustica. En cambio, yo soy uno de los pocos que puede mostrarle lo que aquí hay de importante.

Llegamos al dique. Tendremos que continuar para encontrarnos lo más lejos posible de estas casas de masiado graciosas. Sentémonos, ¿quiere usted? ¿Qué dice? ¿No es éste uno de los más hermosos pai sajes negativos? Mire a nuestra izquierda, ese mon­tón de cenizas que aquí llaman una duna, el dique gris a la derecha, la arena descolorida a nuestros pies y, frente a nosotros, el mar con color de lejía floja, y el vasto cielo, en el que se reflejan las pálidas aguas. ¡Un infierno blando, verdaderamente! Sólo líneas horizontales, ningún estallido, el espacio es incoloro, la vida, muerta. ¿No es éste un borrarse universal, la nada sensible a los ojos? ¡Y ningún hom bre, sobre todo ningún hombre! Únicamente usted y yo, frente al planeta por fin desierto. ¿Que el cielo vive? Tiene usted razón, querido amigo. Se hace espeso, luego se horada, abre escaleras de aire, cie rra puertas de nubes. Son las palomas. ¿No advirtió usted que el cielo de Holanda está lleno de millones de palomas invisibles, (tan alto vuelan), que baten alas, que suben y bajan con un mismo movimiento llenando el espacio celeste con olas espesas de plu mas grisáceas, que el viento se lleva o trae? Las palomas esperan allá arriba, esperan todo el año, giran por encima de la tierra, miran hacia abajo, quisieran descender; pero aquí no hay más que mar y canales, techos cubiertos por letreros y ninguna cabeza donde posarse.

¿No comprende usted lo que quiero decir? Le confesaré que estoy cansado. Pierdo el hilo de mi discurso. Ya no tengo aquella claridad de espíritu a que mis amigos se complacían en rendir homenaje. Por lo demás, digo mis amigos por una cuestión de principios. Ya no tengo amigos; sólo tengo cómpli ces. En cambio, aumentó su número. Ahora son todo el género humano, y dentro del género humano es usted el primero. El que está presente es siempre el primero. ¿Que cómo sé que no tengo amigos? Pues es muy sencillo: lo descubrí el día en que pensé en matarme para jugarles una mala pasada, para cas tigarlos en cierto modo. Pero, ¿castigar a quién? Al unos se habrían sorprendido, pero nadie se sentiría castigado. Entonces comprendí que no tenía amigos. Además, aun cuando los hubiera tenido, yo no ha bría adelantado más por ello. Si me hubiera suici dado y hubiera podido ver en seguida sus caras, entonces sí el juego habría valido la pena. Pero la tierra es oscura, querido amigo, la madera espesa, opaca la mortaja. ¿Los ojos del alma, dice usted? Sí, sin duda, ;si es que existe un alma y si es que ella tiene ojos! Pero, mire usted, no se está seguro, nun ca se está seguro. Si estuviéramos seguros, tendría mos una salida, podríamos al fin hacernos tomar en serio. Los hombres no se convencen de nuestras razones, de nuestra sinceridad y de la gravedad de nuestras penas, sino cuando nos morimos. Mientras estamos en la vida, nuestro caso es dudoso. Sólo tenemos derecho al escepticismo de los hombres. Por eso, si tuviéramos alguna certeza de que pode mos gozar del espectáculo, valdría la pena probarles lo que ellos no quieren creer, valdría la pena asom brarlos. Pero usted se mata y, ¿qué importancia tie ne entonces el que ellos le crean o no? Usted no está presente para recoger su asombro y su contri ción, por lo demás fugaces. Usted no está allí para asistir, por fin, de acuerdo con el sueño de cada hombre, a sus propios funerales. Para dejar de ser dudoso, hay que dejar de ser, lisa y llanamente.

Por lo demás, ¿no es mejor así? Sufriríamos de masiado por la indiferencia de ellos. "¡Me lo paga rás!", decía una muchacha a su padre, porque él le había impedido casarse con un adorador demasiado bien peinado. Y ella se mató. Pero el padre no pagó absolutamente nada. Le gustaba enormemente ir a pescar. Tres domingos después del suicidio, volvía al río para olvidar, según él decía. Y había calculado bien, porque olvidó. A decir verdad, lo contrario es lo que habría sorprendido. Cree uno morir para cas­tigar a su mujer, cuando en realidad lo que hace es devolverle la libertad. Es mejor no ver esas cosas. Sin contar con que correrá uno el riesgo de oír las razones que ellos dan de nuestra acción. En lo que me concierne, ya los oigo decir: "Se mató porque no pudo soportar...". ¡Ah, querido amigo, qué pobres son los hombres en su inventiva! Siempre creen que uno se suicida por una razón; pero muy bien puede uno suicidarse por dos razones. No, eso no les entra en la cabeza. Entonces, ¿para qué morir voluntaria­mente? ¿Para qué sacrificarse a la idea que uno quie re dar de sí mismo? Una vez que usted está muerto, ellos se aprovecharán para atribuir a su acto moti vos idiotas o vulgares. Los mártires, querido amigo, tienen que elegir entre ser olvidados, ser ridiculiza dos, o bien utilizados. En cuanto a que se los com prenda, eso nunca.

Y además, vayamos derecho al grano, amo la vida. Ésta es mi verdadera debilidad. La amo tanto que no tengo ninguna imaginación para lo que no sea ella. Semejante avidez tiene algo de plebeyo, ¿no le parece? No podemos imaginar la aristocracia sin un poco de distancia respecto de sí mismo y de la propia vida. Si es preciso, se muere. Más bien se rompe uno que se dobla. Pero yo, yo me doblo, por que continúo amándome. Vaya, después de todo lo que le he contado, ¿qué cree usted que me so brevino? ¿La repugnancia por mí mismo? Vamos, vamos pues, lo que me repugnaba era sobre todo lo demás. Claro está que yo conocía mis desfallecimien tos y los lamentaba. Con todo, seguía olvidándolos con una obstinación bastante meritoria. En cambio, el proceso de los otros era cosa que se realizaba sin tregua en mi corazón. Por cierto. ¿Y eso le choca? Tal vez piensa usted que no es lógico, ¿no? Pero la cuestión no está en deslizarse de través y sobre todo, ¡oh, sí!, sobre todo la cuestión está en evitar el juicio. No digo evitar el castigo, pues el castigo sin juicio es soportable. Por lo demás, existe una palabra que garantiza nuestra inocencia: la desdicha. No. Aquí se trata, por el contrario, de cortar el juicio, de evi tar siempre que a uno lo juzguen, de hacer que la sentencia nunca sea pronunciada.

Pero no se elimina tan fácilmente el juicio. Hoy día estamos siempre prontos a juzgar, así como a fornicar. Con esta diferencia: que no hay que temer desfallecimientos. Si abriga usted duda, escuche las conversaciones de las mesas durante el mes de agos to, en esos hoteles de verano a que acuden nuestros caritativos compatriotas para hacer su cura de tedio. Si vacila uno en sacar la conclusión que le digo, lea entonces lo que escriben nuestros grandes hombres del momento, o bien observe a su propia familia. Quedará usted edificado. . ¡Querido amigo, no les demos pretextos para que nos juzguen, por pocos que ellos sean! De otra manera quedaremos redu cidos a piezas. Nos vemos obligados a ser tan pru dentes como el domador. Si antes de entrar en la jaula éste tiene la desgracia de cortarse con la navaja, ¡qué panzada para las fieras! Lo comprendí todo de golpe el día en que me asaltó la sospecha de que tal vez yo no era tan admirable. Desde entonces me he hecho desconfiado. Puesto que sangraba un poco, ellos iban a devorarme.

Las relaciones que mantenía con mis contemporá neos eran las mismas en apariencia. Y, sin embargo, se hacían sutilmente desacordadas. Mis amigos no habían cambiado. Cuando se presentaba la ocasión continuaban alabando la armonía y la seguridad que encontraban en mí; pero yo era sensible sólo a las disonancias, al desorden que me llenaba; me sentía vulnerable y entregado a la acusación pública. A mis ojos, mis semejantes dejaban de constituir el audi torio respetuoso al que estaba acostumbrado. El círculo de que yo era centro se quebraba y ellos se colocaban todos en una sola línea como en el tribunal. A partir del momento que tuve conciencia de que en mí había algo que juzgar, comprendí que en ellos había una vocación irresistible de ejercer el juicio. Sí, allí estaban como antes, pero ahora se reían. 0 mejor dicho; me parecía que al encontrarse con migo, cada uno de ellos me miraba con una sonrisa solapada. En esa época hasta tuve la impresión de que me hacían zancadillas. Y en efecto, dos o tres veces, tropecé sin razón al entrar en lugares públi cos. Y una vez llegué a caerme. El francés cartesiano que yo soy se rehízo rápidamente y atribuyó tales accidentes a la única divinidad razonable, quiero decir, al azar. Así. y todo, me quedó la desconfianza.

Una vez despierta mi atención no me fue difícil descubrir que tenía enemigos. Primero en mi trabajo y luego en la vida mundana. A los unos los había servido; a los otros debería haberles sido útil. Todo eso, en definitiva, estaba en el orden de las cosas y vine a descubrirlo sin demasiada pena. En cambio,; me fue más difícil y doloroso admitir que tenía ene migos entre gentes a quienes apenas conocía o que en modo alguno conocía. Siempre pensé, con la inge nuidad de que ya le di algunas pruebas, que aquellos que no me conocían no podrían dejar de quererme, si llegaban a frecuentarme. Pues bien, no. Encontré enemistad sobre todo entre aquellos que sólo me conocían de muy lejos y n quienes yo mismo no cono cía. Sin duda sospechaban que yo vivía plenamente, en un libre abandonarme a la felicidad; eso no se perdona. El tener uno el aspecto de éxito cuando se lo exhibe de cierta manera es capaz de hacer rabiar a un asno. Por otra parte, mi vida estaba llena a más no poder y; por falta de tiempo, yo rechazaba muchos ofrecimientos. Por la misma razón olvidaba en segui da que los había rechazado. Sólo que quienes me habían hecho tales ofrecimientos eran gentes cuya vida no estaba llena y que, por la misma razón, recor daban mis desaires.

Y así es como, para tomar sólo un ejemplo, las mujeres, al fin de cuentas, me costaban caro. El tiem po que les dedicaba no podía dedicárselo a los hom bres, que no siempre me perdonaban. ¿Cómo arre glárselas? No nos perdonan nuestra felicidad y nues­tros éxitos, si no consentimos generosamente en com partirlos. Pero para ser feliz no hay que ocuparse de masiado de los otros. Luego, no hay salida posible. Feliz y juzgado o bien absuelto y miserable. En mi caso la injusticia era mayor: me veía condenado por felicidades pasadas. Había vivido mucho tiempo en la ilusión de un acuerdo general, siendo así que por todas partes los juicios, las flechas y las burlas caían sobre mí, que me hallaba distraído y sonriente. Des de el día en que me mantuve alerta, cobré lucidez, recibí todas las heridas al mismo tiempo y perdí mis fuerzas de golpe. Entonces el universo entero se puso a reír alrededor de mí.

Y eso es lo que ningún hombre (salvo los que no viven, quiero decir, los sabios) puede soportar. La única posición cómoda es la maldad. La gente se apresura entonces a juzgar para no verse ella misma juzgada. ¿Qué quiere usted? La idea más natural del hombre, la que se le presenta espontánea e inge nuamente como del fondo de su naturaleza, es la idea de su inocencia. Desde este punto de vista, todos somos como aquel pequeño francés que, en Buchen wald, se obstinaba en que el escribiente, que tam bién era un prisionero y que registraba su llegada al campo, redactara una reclamación. ¿Una reclama ción? El escribiente y sus ayudantes se echaron a reír. "Es inútil, viejo. Aquí no se hacen reclamacio nes". Es que, mire usted, señor", decía el pequeño francés, "mi caso es excepcional. Soy inocente".

Todos somos casos excepcionales. ¡Todos quere mos apelar a algo! Cada cual pretende ser inocente a toda costa, aunque para ello sea menester acusar al género humano y al cielo. Complacerá usted medio cremente a un hombre si lo felicita por los esfuerzos gracias a los cuales llegó a ser inteligente o generoso. En cambio, se hinchará de satisfacción si admira us ted su generosidad natural. Inversamente, si le dice usted a un criminal que su falta no se debe a su natu raleza o a su carácter, sino a circunstancias desgra ciadas, le quedará violentamente reconocido. Y du rante la defensa, el criminal en cuestión hasta elegirá ese momento para ponerse a llorar. Sin embargo, no hay mérito alguno en ser honrado o inteligente de nacimiento, así como seguramente uno no es tam­poco más responsable de ser criminal por naturaleza que criminal por las circunstancias. Pero esos bri bones quieren la gracia, es decir, la irresponsabilidad, y entonces alegan, sin vergüenza alguna, justifica ciones de la naturaleza o las excusas de las circuns tancias, aunque sean, contradictorias. Lo esencial es ser inocente, que sus virtudes, por gracia de naci miento, no puedan ponerse en tela de juicio, y que sus faltas, nacidas de un mal pasajero, no sean sino transitorias. Ya se lo dije a usted: se trata de sus traerse al juicio. Como es difícil sustraerse a él, y como es cosa delicada hacer admirar y al mismo tiem po excusar su propia naturaleza, todos procuran ser ricos. ¿Por qué? ¿Se lo preguntó usted? Por el poder que la riqueza tiene, desde luego. Pero, sobre todo, porque la riqueza nos sustrae al juicio inmediato, nos separa de las multitudes del subterráneo para meter nos en una carrocería niquelada. Nos aísla en vastos parques bien cuidados, en coches dormitorios, en cabinas de lujo. La riqueza, querido amigo, no es todavía el sobreseimiento definitivo, pero sí la con­cesión de la libertad provisional, que nunca viene mal...

Sobre todo, no crea en sus amigos cuando le pidan que sea sincero con ellos. únicamente esperan que usted les confirme la buena idea que de sí mismo tienen, al suministrarles usted una certeza suple mentaria, que ellos obtienen de su promesa de since ridad. Pero, ¿cómo la sinceridad podría ser una con dición de la amistad? El gusto de la verdad a toda costa es una pasión que no respeta nada y a la que nada puede resistir. Es un vicio, a veces una como­didad, o bien una manifestación de egoísmo. De ma nera que si se encuentra usted en ese caso, no vacile: prometa ser sincero y mienta lo mejor que sepa. Así responderá usted a los deseos profundos de sus ami gos y les probará doblemente su afecto.

Es muy cierto aquello de que nos confiamos muy raramente a quienes son mejores que nosotros. Más bien huimos de su sociedad. Lo más frecuente, en cambio, es que nos confesemos a quienes se nos pare cen y comparten nuestras debilidades. No deseamos, pues, corregirnos ni mejorarnos: primero tendría que juzgársenos como que estamos en falta. Y lo que deseamos únicamente es que nos compadezcan y que nos animen a seguir nuestro camino. En su ma, que al propio tiempo querríamos no ser culpa bles y no hacer el menor esfuerzo por purificarnos. No tenemos ni suficiente cinismo ni suficiente vir tud; no poseemos ni la energía del mal ni la del bien. ¿Conoce usted a Dante? ¿Realmente? ¡Diablos! Entonces sabrá que Dante admite ángeles neutros en la querella entre Dios y Satanás; ángeles que él coloca en el limbo, una especie de vestíbulo de su infierno. Nosotros estamos en el vestíbulo, querido amigo.

¿Dice usted paciencia? Probablemente tenga ra zón. Deberíamos tener la paciencia de esperar al Juicio Final. Pero el caso es que tenemos prisa. Tan ta prisa que me vi obligado a hacerme juez peni tente. Sin embargo, primero tuve que asimilar mis descubrimientos y ponerme en regla con la risa de mis contemporáneos. A partir de la noche en que se me llamó, porque en verdad fui llamado, debí responder o, por lo menos, buscar la respuesta. Y no era cosa fácil. Vagué durante largo tiempo. Pri­mero fue menester que esa risa perpetua y los que se reían me enseñaran a ver con mayor claridad en mí, a descubrir, en fin, que yo no era un ser sencillo. No se sonría. Esta verdad no es tan verdad primera como parece. La gente llama verdades primeras a aquellas que se descubren después de todas las otras; eso es todo.

Lo cierto es que, después de largos estudios hechos sobre mí mismo, vine a descubrir la duplicidad pro funda de la criatura humana. Comprendí entonces, a fuerza de hurgar en mi memoria, que la modestia me ayudaba a brillar; la humanidad, a vencer, y la virtud, a oprimir. Hacía la guerra por medios pací ficos y obtenía, por fin, gracias al desinterés, todo lo que deseaba. Por ejemplo, nunca me quejaba de que se olvidaran de la fecha de mi cumpleaños: la gente hasta se sorprendía, con un poquillo de admi ración, por lo discreto que me mostraba en ese punto. Pero la razón de mi desinterés era aún más discreta: deseaba que se olvidaran de mí con el objeto de poder lamentarme ante mí mismo. Muchos días antes de la fecha, gloriosa entre todas y que yo conocía muy bien, me mantenía al acecho, prestando atención para que no se me escapara nada que pudiera des pertar el recuerdo de aquellos con cuyo olvido con taba yo. (¿Acaso no tuve un día hasta la intención de alterar un almanaque?) Cuando mi soledad que daba bien demostrada, podía entonces abandonarme a los encantos de una viril tristeza.

De manera que la cara de todas mis virtudes tenía un reverso menos imponente. Verdad es que, en otro sentido, mis defectos se me volvían ventajas. Por ejemplo, la obligación en que me hallaba de ocultar la parte viciosa de mi vida me daba, por ejemplo, un aspecto frío que la gente confundía con el de la vir tud. Mi indiferencia hacía que se me amara: mi egoís mo culminaba en mis generosidades. Y aquí me de tengo; demasiada simetría dañaría mi demostración. Pero vaya, me mostraba firme y nunca pude resistir el ofrecimiento de una copa ni de una mujer. Se me tenía por activo, por enérgico, y mi reino era la cama. Gritaba a voz en cuello mi lealtad y no creo que haya dejado de traicionar a uno solo de los seres a quienes amé. Claro está que mis traiciones no excluían mi fidelidad. A fuerza de indolencia, tenía un trabajo considerable; nunca dejé de ayudar a mi prójimo, en virtud del placer que el hacerlo me procuraba. Pero, por más que me repitiera estas evidencias, lo único que obtenía eran consuelos superficiales. Cier tas mañanas, mientras estudiaba mi proceso a fondo, llegaba a la conclusión de que yo sobresalía, ante todo, -en el desprecio. Aquellos a quienes más fre cuentemente ayudaba eran aquellos a quienes más despreciaba. Cortésmente, con una solidaridad llena de emoción, escupía todos los días a la cara de todos los ciegos.

Francamente, ¿hay una excusa para ello? Hay una, pero tan miserable que ni siquiera pienso en hacerla valer. En todo caso, aquí está : nunca pude creer pro fundamente que los asuntos humanos fueran cosas serias. ¿Dónde estaba lo serio? No lo sabía. Sabía sólo que no estaba en todo lo que veía y que se me mani­festaba únicamente como un juego divertido e im portuno. Hay realmente esfuerzos y convicciones que nunca llegué a comprender. Siempre miré con aire admirado y con ciertas sospechas a esas extrañas criaturas que morían por dinero, se desesperaban por la pérdida de una "posición" o se sacrificaban, con grandes ademanes, por la prosperidad de su fa milia. Yo comprendía mejor a aquel amigo a quien, habiéndosele metido en la cabeza dejar de fumar, consiguió efectivamente lo que se había propuesto, a fuerza de voluntad. Una mañana abrió el diario, leyó que había estallado la primera bomba H, se en teró de sus admirables efectos y, sin dilación alguna, se fue a la cigarrería.

Por cierto que a veces yo simulaba tomar la vida en serio. Pero bien pronto se me manifestaba la fri volidad de la seriedad misma, y entonces continuaba solamente desempeñando mi papel lo mejor que po día. Representaba el papel de ser eficaz, inteligente, virtuoso, cívico, el papel de estar indignado, de ser indulgente, solidario, edificante. Basta, aquí me que do. Ya habrá usted comprendido que yo era como mis holandeses, quienes están presentes sin estarlo: yo estaba ausente el momento en que estaba más presente. Sólo fui verdaderamente sincero y entu siasta en la época en que practicaba deportes y tam bién en el regimiento, cuando intervenía en las representaciones que nos dábamos para nuestro entreteni miento. En los dos casos había una regla del juego, regla que no era seria, y que uno se divertía en tomar por tal. Aún ahora, el estadio lleno de gente hasta reventar de los partidos de los domingos, y el teatro, que siempre amé con una pasión sin igual, son los únicos lugares en que me siento inocente.

Pero, ¿quién admitiría que semejante actitud sea legítima cuando se trata del amor, de la muerte y del salario de los miserables? ¿Qué hacer, sin em bargo? No podía imaginarme el amor de Isolda sino en las novelas ,o en una escena. A veces los agoni zantes que parecían compenetrados con sus papeles. Las réplicas de mis clientes pobres me parecían siem pre de la misma urdimbre. De manera que, viviendo entre los hombres sin compartir sus intereses, yo no llegaba a creer en los compromisos que asumía. Era bastante cortés y bastante indolente para responder a lo que ellos esperaban de mí en mi profesión, en mi familia o en mi vida de ciudadano, pero lo hacía cada vez con una especie de distracción 'que ter minaba por echarlo todo a perder. Viví toda mi vida bajo un doble signo y mis acciones más serias fueron a menudo aquellas en que menos me había compro metido. ¿Y, después de todo, no era eso lo que (y ésta es una tontería más, que nunca pude perdonar me) me hizo rebelarme con la mayor violencia con tra el juicio que yo sentía verificarse en mí y alre­dedor de mí y lo que me obligó a buscar una salida?

Durante algún tiempo y en apariencia mi vida con tinuó como si nada hubiera cambiado. Yo marchaba como sobre rieles y rodaba. Como ex profeso, las alabanzas arreciaban sobre mí. Y justamente de allí vino el mal. Usted recuerda, ¿no? "¡Desdichados de vosotros cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!". ¡Ah, aquél decía cosas de oro! ¡Desdichado de mí! La máquina comenzó a tener capri chos, a detenerse inexplicablemente.

En ese momento el pensamiento de la muerte irrumpió en mi vida cotidiana. Comencé a calcular los años que me separaban de mi fin. Buscaba ejem plos de hombres de mi edad que ya estuvieran muer tos. Y me atormentaba la idea de que no tendría tiempo para cumplir mi misión. ¿Qué misión? No lo sabía. Y pensándolo bien, ¿valía la pena que conti nuara haciendo lo que hasta entonces? Pero no era exactamente eso. En efecto, me perseguía un temor ridículo. Me parecía que no era posible morir sin haber confesado antes todas las mentiras; no a Dios ni a uno de sus representantes. Yo estaba por encima de todo eso, como usted puede figurárselo. No; se trataba de confesarlas a los hombres, a un amigo, o a una mujer amada, por ejemplo. Si no lo hacía así, una sola mentira que permaneciera oculta en mi vida sería definitiva por obra de la muerte. Nunca ya nadie conocería la verdad sobre ese punto, puesto que el único que la conocía era precisamente el muerto, dormido sobre su secreto. Este asesinato absoluto de una verdad me daba vértigos. Hoy, dicho sea entre paréntesis, me procuraría más bien delicados place res. La idea, por ejemplo, de que soy el único que sabe dónde está lo que todo el mundo busca y de que en mi casa guardo un objeto que ha hecho correr de aquí para allá a tres agentes de policía, me resulta sencillamente deliciosa. Pero, dejemos esto. En aque lla época, no había encontrado aún la fórmula y me atormentaba.

Claro está que me sacudía. ¡Qué importaba la men tira de un hombre en la historia de las generaciones, y qué pretensión era ésa de querer sacar a la luz de la verdad un engaño miserable, perdido en el océano de las edades como un grano de sal en el mar! Me decía también que la muerte del cuerpo, si había de juzgar por las muertes que había visto, era, por sí misma, un castigo suficiente, que lo absolvía todo. Con el sudor de la agonía se conquistaba uno la sal vación (es decir, el derecho a desaparecer definitiva mente). Pero todo esto no hacía al caso, el malestar aumentaba, la muerte era una compañera fiel en mi cabecera. Me levantaba con ella y las felicitaciones se me hacían cada vez más insoportables. Me parecía que la mentira aumentaba con ellas y que aumenta ba tan desorbitadamente que ya nunca más podría ponerme en regla.

Llegó un día en que ya no pude resistir. Mi pri mera reacción fue desordenada. Puesto que era men tiroso, iba a manifestarlo y a lanzar mi duplicidad a la cara de todos aquellos imbéciles aun antes de que ellos la descubrieran. Provocado a decir la ver dad, respondería al desafío. Para evitar que se rieran, pensaba, pues, lanzarme a la irrisión general. En suma, que todavía se trataba de sustraerse al juicio. Quería que, los que se reían estuvieran de mi lado o, por lo menos, ponerme yo mismo del lado dé ellos. Pensaba, por ejemplo, en empujar a los ciegos en la calle y en la sorda e imprevista alegría que experi mentaba ante tal pensamiento, descubría hasta qué punto una parte de mi alma los odiaba; se me ocurría pinchar los neumáticos de los cochecitos de los enfer mos, ir a gritar bajo los andamios en que trabajaban obreros: "Sucios pobres", abofetear en el subterrá neo a las criaturas. Soñaba con todo eso, y nada hice, o si hice algo aproximado lo olvidé. Lo cierto es que la palabra misma "justicia" me provocaba extraños furores. Por fuerza debía continuar utilizándola en mis defensas. Pero me vengaba de ello maldiciendo públicamente el espíritu de humanidad. Anunciaba la publicación de un manifiesto en el que denuncia ría la opresión que los oprimidos hacían pesar sobre la gente honrada. Un día en que comía langosta en la terraza de un restaurante y en el que un mendigo me importunaba, llamé al dueño del lugar para que lo echara y aplaudí sonoramente el discurso de aquel hombre justiciero: "Vamos, usted molesta aquí", le decía. "Póngase en el lugar de estos caballeros y señoras". Por fin hacía saber a quien quisiera oírlo que lamentaba que ya no fuera posible obrar como un propietario ruso, cuyo carácter me parecía admi rable: hacía fustigar al mismo tiempo a aquellos de sus campesinos que lo saludaban y a aquellos que no lo hacían, para castigar una audacia que el hombre juzgaba en los dos casos igualmente desvergonzada.

Recuerdo, sin embargo, expresiones más graves. Comencé a escribir una
Oda a la policía y una Apo teosis del machete. Sobre todo, me obligaba a visitar regularmente cafés especializados en los cuales se reunían nuestros humanistas profesionales. Mis bue­nos antecedentes hacían, naturalmente, que allí se me acogiera bien. Y entonces, como al acaso, dejaba escapar yo una palabra fuerte; como, por ejemplo, "gracias a Dios", o más sencillamente: "Dios mío". Bien conoce usted hasta qué punto nuestros ateos de fonda son tímidos comulgantes. A la enunciación de esta, enormidad, seguía un momento de estupor; ellos se miraban desconcertados y luego estallaba el tu multo; unos se salían del café, otros se ponían a cacarear con indignación, sin prestar oídos a nada. Todos se retorcían en convulsiones, como el diablo bajo el agua bendita.

Esto le parecerá a usted pueril. Con todo, había tal vez una razón más seria que me llevaba a gastar semejantes bromas. Quería introducir el desorden en el juego y, sobre todo, sí, sobre todo, destruir esa halagadora reputación, cuyo solo recuerdo me ponía furioso. "Un hombre como usted...", me decían con deferencia y yo palidecía. No quería la estima ción de la gente, puesto que no era general y, ¿cómo podría haber sido general, puesto que yo no podía compartirla? Entonces era mejor cubrirlo todo, juicio y estimación, con un manto de ridículo. De cual quier manera, me era preciso dar rienda suelta al sentimiento que me ahogaba. Para exponer a las mi radas de todo el mundo lo que había dentro del vien tre, quería quebrar el hermoso maniquí que yo mos traba en todas partes. A este respecto recuerdo una charla que hube de dar a unos jóvenes abogados recién graduados. Picado por los increíbles elogios del presidente del colegio de abogados que me había presentado, no pude refrenarme por mucho tiempo. Había comenzado con el brío y la emoción que se esperaban de mí y que yo podía exhibir sin esfuerzo a voluntad. Pero de pronto me puse a aconsejar la interrelación como método de defensa. No me refie­ro, decía yo, a ese sistema perfeccionado por las in quisiciones modernas, que juzgan al mismo tiempo a un ladrón y a un hombre honrado para abrumar al segundo con los crímenes del primero. Se trataba, por el contrario, de defender al ladrón haciendo valer los crímenes del hombre honrado, en este caso el abogado. Me expliqué muy claramente sobre este punto "Supongamos que yo haya aceptado defender a algún ciudadano conmovedor, que mató por celos. Considerad, diría yo, señores del jurado, cuán fuera de lugar está enojarse cuando contemplamos la bon dad natural de este hombre, puesta a prueba por la malignidad del sexo. ¿No es acaso más grave, en cambio, hallarse de este lado de la barra, en mi pro pio banco de abogado, sin haber sido nunca bueno, sin que nunca lo hayan engañado? Yo estoy en liber tad, sustraído a vuestros rigores. ¿Y qué soy yo, des pués de todo? Un ciudadano viril en cuanto al orgu llo, un macho cabrío de lujuria, un faraón lleno de cólera, un rey de pereza. ¿Que yo no maté a nadie? Todavía no, sin duda alguna; pero, ¿no dejé acaso morir a meritorias criaturas? Tal vez. Y tal vez esté a punto de hacerlo de nuevo, en tanto que este hom bre, miradlo bien, no volverá a hacerlo. Todavía está lleno de asombro por haber trabajado tan bien".

Este discurso turbó un poco a mis jóvenes colegas. Al cabo de un rato, decidieron reírse. Y quedaron del todo tranquilizados cuando llegué a mi conclu sión, en la que invocaba con elocuencia a la persona humana y sus supuestos derechos. Aquel día la cos­tumbre fue la más fuerte.

Al renovar estas amables extravagancias, lo único que conseguí fue desorientar un poco a la gente; pero no logré desarmarla ni tampoco, y sobre todo, des armarme yo mismo. El asombro que generalmente manifestaban mis oyentes, su incomodidad un tanto reticente, bastante parecida, por lo demás, a la que usted está mostrando -no, no me asegure nada-, no llegaron a apaciguarme. Ya ve usted, no basta acusarse para quedar inocente; porque, si fuera así, yo sería ahora un cordero puro. Hay que acusarse de cierta manera, manera que me llevó bastante tiempo poner en su punto y que no descubrí antes de encon trarme en el abandono más completo. Hasta ese ins tante las risas continuaron flotando alrededor de mí, sin que mis esfuerzos desordenados lograran quitar les lo que ellas tenían de benévolo, de casi tierno, algo que me hacía daño.

Pero me parece que las aguas del mar suben. No tardará en salir nuestro barco. Ya termina el día. Mire, las palomas se reúnen allá arriba, se lanzan unas contra otras; apenas se mueven y la luz baja. ¿Quiere usted que guardemos silencio, para saborear esta hora asaz siniestra? ¿No? ¿Le intereso yo? Es usted muy amable. Por lo demás, ahora corro el ries go de interesarlo realmente. Antes de explicarme sobre los jueces penitentes, tengo que hablarle del libertinaje y de la mazmorra estrecha.









Usted se engaña, querido amigo. El barco anda a buena marcha. Lo que ocurre es que el Zuyderzee es un mar muerto o casi muerto. Con sus orillas cha tas, perdidas en la bruma, no sabe uno dónde comien za y dónde termina. De manera que nos movemos sin tener ningún punto de referencia y no podemos apre ciar nuestra velocidad. Avanzamos y nada cambia. Esto no es una navegación, sino un sueño.

En el archipiélago griego tenía yo la impresión contraria. Nuevas islas aparecían sin cesar en el círcu lo del horizonte. Sus lomos sin árboles marcaban el límite del cielo, sus costas rocosas se recortaban níti damente en el mar. Allí no había ninguna confusión. En medio de la luz precisa, todo era punto de refe­rencia. Y de una isla a la otra, continuadamente en nuestro barquito que se deslizaba, tenía yo empero la impresión de saltar, noche y día, sobre la cresta de breves olas frescas, en una travesía colmada de espu ma y de risas. Desde aquella época, la propia Grecia deriva en alguna parte de mi interior, incansable mente, a bordo de mi memoria... ¡Eh!, y yo también voy á la deriva, me estoy poniendo lírico. Deténgame usted, querido amigo, se lo ruego.

Y ya que hablamos de Grecia, ¿la conoce usted?

¿No? Tanto mejor. ¿Qué haríamos allí nosotros?, me pregunto yo. Para vivir en Grecia hay que tener el corazón puro. Ha de saber usted que allá los griegos se pasean por las calles de a dos, cogidos de la mano. Sí, las mujeres se quedan en la casa y uno puede ver a hombres maduros, respetables, de bigotes, que se pasean gravemente por las aceras con los dedos en trelazados con los de su amigo. ¿En Oriente también alguna vez? Bueno. Pero, dígame, ¿iría usted tomado de la mano por las calles de París? ¡Ah, estoy bro meando! Nosotros tenemos buena apariencia y la mugre nos envanece. Antes de presentarnos en las islas griegas tendríamos que lavarnos largamente. El aire es allí casto, el mar y el goce, claros. En cambio, nosotros...

Sentémonos allí. ¡Qué bruma! Creo que iba a ha blarle de la mazmorra estrecha, cuando me distraje con otras cosas. Sí, le diré de qué se trata. Después de haberme debatido, después de haber agotado mis grandes ademanes insolentes, desanimado por la in­utilidad de mis esfuerzos, me decidí a apartarme de la sociedad de los hombres. No, no, no fui a buscar una isla desierta; ya no hay más. Lo que hice fue refugiarme en las mujeres. Como usted sabe, ellas no condenan realmente ninguna debilidad, sino que más bien procuran humillar o desarmar nuestras fuerzas. Por eso, la mujer es la recompensa, no del guerrero, sino del criminal. La mujer es su puerto, su obra; generalmente se detiene a los criminales en el lecho de alguna mujer. ¿Acaso no es ella todo lo que nos queda del paraíso terrenal? Encontrándome desamparado, corrí a mi puerto natural. Pero ya no pronunciaba discursos. Todavía representaba un poco, por costumbre; sin embargo, me faltaba la inventiva. Vacílo en confesarlo, por miedo de pro nunciar todavía alguna palabrota: me parece que en aquella época sentía la necesidad de un amor. Obsce no, ¿no cree? En todo caso, experimentaba un sordo sufrimiento, una especie de privación que me volvió más vacante y me permitió, a medias forzado, a me dias curioso, entablar algunas relaciones amorosas. Puesto que tenía necesidad de amar y de que me amaran, creí estar enamorado. Dicho de otra manera, que representé el papel de tonto.

A menudo me sorprendía haciendo una pregun ta que, en mi condición de hombre de experiencia, siempre había evitado hasta entonces. Me oía pre guntar: "¿Me amas?". Bien sabe usted que en tales casos es usual responder: "¿Y tú?". Si yo respondía "sí", me encontraba comprometido más allá de mis verdaderos sentimientos. Si me atrevía a decir "no", corría el riesgo de que dejaran de amarme y enton ces me hicieran sufrir. Cuanto más amenazado se encontraba el sentimiento en el cual yo había espe­rado encontrar el reposo, tanto más lo reclamaba de mi compañera. Me veía entonces llevado a hacer promesas cada vez más explícitas, a exigir de mi corazón un sentimiento cada vez más vasto. Así vine a prendarme, con una falsa pasión, de una en­cantadora aturdida, que había leído tanto sobre cues tiones del corazón, que hablaba del amor con la segu ridad y la convicción de un intelectual que anuncia la sociedad sin clases. Una convicción semejante, y usted no lo ignora, es irresistiblemente contagiosa. Yo también me puse a hablar del amor y terminé por persuadirme a mí mismo. Por lo menos, hasta el mo mento en que ella se convirtió en mi amante y en que comprendí que la literatura del corazón, que en señaba tan bien a hablar de amor, no enseñaba, em pero, a practicarlo. Después de haber amado a un papagayo, tuve que acostarme con una serpiente. Busqué, pues, en otra parte el amor prometido por los libros, amor que en la vida yo nunca había en contrado.

Pero me faltaba entrenamiento. Hacía más de treinta años que me amaba exclusivamente a mí mismo. ¿Cómo esperar que pudiera perder seme jante costumbre? Y en efecto, en modo alguno la perdí. De manera que permanecí siendo un velei doso de la pasión. Multipliqué las promesas, man tuve amores simultáneos como los que había tenido ya en otra época, relaciones múltiples. Y que había provocado en la época de mi feliz indiferencia. ¿Le dije a usted que mi papagayo, desesperado, quiso de jarse morir de hambre? Felizmente llegué a tiempo y me resigné a sostenerla, hasta que encontró, vuelto de un viaje de Bali, al ingeniero de sienes grises, cuya descripción ella ya había leído en su revista favorita. En todo caso, lejos de encontrarme trans portado y absuelto en la eternidad, como suele de cirse, de la pasión, todo aquello vino a sumarse al paso de mis faltas y a mi extravío. Concebí un ho rror tal por el amor que, durante años, no pude escuchar sin rechinar los dientes,
La vida color de rosa, ni laMuerte de amor de Isolda. Procuré enton ces renunciar en cierta manera a las mujeres y vivir en estado de castidad. Después de todo, la amistad de las mujeres debía bastarme. Pero eso equivalía a renunciar al juego. Descartado el deseo, las mujeres me aburrieron más allá de todo cuanto podía espe rar y era visible que yo también las aburría. Elimi nado el juego, eliminado el teatro yo estaba sin duda en la verdad. Pero, la verdad, querido amigo, es abrumadora.

Habiendo renunciado al amor y a la castidad, me di cuenta, por fin, que todavía me quedaba el liber tinaje, que reemplaza muy bien al amor, que acalla las risas, restablece el silencio y, sobre todo, confiere la inmortalidad. En cierto grado de embriaguez lú­cida, acostado, tarde en la noche, entre dos mucha chas y vaciado de todo deseo, la esperanza ya no es una tortura; vea usted, el espíritu reina sobre el tiempo y el dolor de vivir termina definitivamente. En cierto sentido, yo había vivido siempre en el li bertinaje y nunca había dejado de querer ser inmor tal. ¿No era ése el fondo de mi naturaleza, y no era también un efecto del gran amor que me tenía a mí mismo? Sí, sentía unas ganas locas de ser inmortal. Me amaba demasiado para desear que el precioso objeto de mi amor desapareciera alguna vez. Como en el estado de vigilia y por poco que nos conozca mos, no vemos razón valedera alguna para que se confiara la inmortalidad a un mono lascivo, tenemos que procurarnos sucedáneos de esa inmortalidad. Porque yo deseaba la vida eterna, me acostaba, pues, con prostitutas y bebía noches enteras. Claro está que por las mañanas sentía en la boca el gusto amar go de la condición, mortal, pero durante largas horas había volado alto, dichoso. ¿Me atreveré a confe sárselo? Aún ahora recuerdo con ternura ciertas no ches en que me llegaba hasta un sórdido cafetín para buscar a una bailarina que me honraba con sus favo res y por cuya gloria hasta hube de batirme una noche con un jactancioso animal. Todas las noches me exhibía junto al mostrador, en medio de la luz roja y el polvo de aquel lugar de delicias, mientras mentía como un sacamuelas y bebía copiosamente. Me quedaba allí hasta el amanecer. Por fin iba a parar a la cama, siempre deshecha, de mi princesa, que se entregaba mecánicamente al placer. Luego me dormía, sin transición alguna. El día llegaba sua vemente para iluminar aquel desastre, y yo me ele vaba, inmóvil, en una mañana de gloria.

El alcohol y las mujeres me procuraron, fuerza es confesarlo, el único consuelo de que yo era digno. Le confío este secreto, querido amigo, no tema hacer uso de él. Verá entonces cómo el verdadero liberti naje es liberador, porque no crea ninguna obligación. En el libertinaje uno no posee sino su propia persona. Es, pues, la ocupación preferida de los grandes ena morados de sí mismos. El libertinaje es una selva virgen, sin futuro ni pasado y, sobre todo, sin pro mesas ni sanciones inmediatas. Los lugares en que se lo practica están separados del mundo; al entrar en ellos uno deja fuera el temor y la esperanza. La conversación no es allí obligatoria. Lo que uno va a buscar puede obtenerse sin palabras y hasta a me nudo, sí, sin dinero. ¡Ah!, déjeme usted, se lo ruego, rendir un homenaje particular a aquellas mujeres desconocidas y olvidadas, que me ayudaron enton ces. Aún hoy, con el recuerdo que guardo de ellas se mezcla algo que se parece al respeto.

En todo caso, hice uso sin medida de esta libera ción. Hasta llegaron a verme en un hotel consagrado a lo que la gente llama pecado, viviendo simultánea mente con una prostituta madura y una joven de la mejor sociedad. Con la primera representaba el papel del caballero andante, y a la segunda la puse en condiciones de conocer algunas realidades. Des graciadamente, la prostituta tenía un temperamento muy burgués; consintió por fin en escribir sus re cuerdos para un periódico confesional, muy abierto a las ideas modernas. Por su parte, la muchacha se casó para satisfacer sus instintos desatados y dar un empleo a sus mejores dotes. No estoy menos orgu lloso de que en aquella época, una corporación mas culina, con demasiada frecuencia calumniada, me haya acogido como a un igual. Se lo diré al pasar: bien sabe usted que aun hombres muy inteligentes cifran su gloria en poder vaciar una botella más que su vecino. Por fin yo había podido encontrar la paz y la libertad en esa dichosa disipación. Pero así y todo hube de encontrar un obstáculo en mí mismo. Fue mi hígado y luego una fatiga tan terrible que todavía hoy no me ha abandonado. Uno juega a ser inmortal y, al cabo de algunas semanas, no sabe siquiera si podrá arrastrarse hasta el día siguiente.

El único beneficio de esta experiencia, cuando hube renunciado a mis andanzas nocturnas, consis tió en que la vida se me hizo menos dolorosa. La fatiga que roía mi cuerpo había corroído simultá­neamente muchos puntos vivos de mí mismo. Cada exceso disminuye la vitalidad y, por lo tanto, el sufri miento. El libertinaje, contrariamente a lo que se cree, nada tiene de frenético. No es más que un largo sueño. Usted debe de haberlo observado. Los hombres que sienten realmente celos no tienen otro deseo más apremiante que el de acostarse con aque lla que, sin embargo, según ellos creen, los ha trai cionado. Desde luego que quieren asegurarse una vez más de que siempre les pertenece su querido tesoro. Quieren poseerlo, como suele decirse. Pero ocurre también que inmediatamente después de po seerlo, están menos celosos. Los celos físicos son un. producto de la imaginación y al propio tiempo cons tituyen un juicio que uno hace de sí mismo. Atribui mos al rival los sucios pensamientos que tuvimos en las mismas circunstancias. Felizmente, el exceso de goce debilita la imaginación, así como el juicio. En tonces el sufrimiento se adormece con la virilidad y durante tanto tiempo como ésta esté adormecida. Por esta misma razón, los adolescentes con su pri mera amante pierden la inquietud metafísica, y cier tos matrimonios, que son libertinajes burocráticos, se convierten al mismo tiempo en los monótonos co ches fúnebres de la audacia y de la inventiva. Sí, que rido amigo, el matrimonio burgués -puso a nuestro país en batas y chinelas, y bien pronto lo pondrá a las puertas de la muerte.

¿Exagero? No, pero me extravío. Única mente que ría hablarle de la ventaja que obtuve con aquellos meses de orgía. Vivía en una especie de niebla en que las risas se amortiguaban hasta el punto de que yo terminaba por no oírlas. La indiferencia, que ocupaba ya tanto lugar en mi, no encontraba más resistencia y extendía su esclerosis. ¡Ya no sentía emociones! Mi estado de ánimo era regular, parejo; o, mejor dicho, no tenía ningún estado de ánimo. Los pulmones tuberculosos se curan secándose y asfixian poco a poco a sus felices dueños. Así me ocurría a mí, que moría apaciblemente por mi curación. Vivía aún de mi oficio, aunque mi reputación estuviera bastante empañada a causa de mis desvíos en el len guaje, y el ejercicio regular de mi profesión estuvie ra comprometido por el desorden de mi vida. Aquí resulta interesante hacerle notar que mis excesos nocturnos me perjudicaron menos que mis provoca ciones verbales. La referencia, puramente verbal, que a veces hacía a Dios en mis discursos de defensa, provocaba la desconfianza de mis clientes. Sin duda temían que el cielo no pudiera hacerse cargo de sus intereses tan bien como un abogado imbatible en lo tocante al código. De allí a concluir que yo invocaba a la divinidad en la medida de mis ignorancias, no había más que un paso. Mis clientes dieron ese paso y fueron haciéndose cada vez más raros. Todavía de cuando en cuando me hacía cargo de alguna defensa. Y a veces, olvidando que ya no creía en lo que de cía, hasta abogaba bien. Mi propia voz me guiaba; yo la seguía. Sin volar alto realmente, como antes, me elevaba un poco por encima del suelo. Fuera del ejercicio de mi profesión, veía a poca gente y mantenía la supervivencia penosa de una o dos can sadas relaciones galantes. Hasta ocurría que pasara noches enteras de pura amistad, sin que interviniera el deseo, con la diferencia de que, resignado a abu­rrirme, escuchaba apenas lo que se me decía. En gordé un poco y por fin pude creer que la crisis había terminado. Ahora se trataba sólo de envejecer.

Sin embargo, un día, en el curso de un viaje que ofrecí a una amiga, sin decirle que lo hacía para ce lebrar mi curación, encontrándome a bordo de un transatlántico y, naturalmente, en el puente superior, de pronto divisé a lo lejos un punto negro en el océano color de hierro. Aparté inmediatamente los ojos y mi corazón se puso a latir precipitado. Cuan do me obligué a mirar otra vez, el punto negro ha bía desaparecido. Iba a gritar, a pedir estúpidamente ayuda, cuando volví a verlo. Se trataba de uno de esos restos que los barcos dejan detrás de sí. Con todo, no había podido resistir mirarlo. En seguida había pensado en un ahogado. Comprendí entonces, sin rebelión alguna, que uno se resigna a una idea cuya verdad conoce desde hace mucho tiempo, com prendí que aquel grito que años atrás había resonado en el Sena a mis espaldas, no había cesado de andar por el mundo (llevado por el río hacia las aguas de la Mancha), de vagar por el mundo a través de la extensión ilimitada del océano, y que me había esperado hasta aquel día, en que volvía a encontrarlo.

Comprendí también que continuaría esperándome en los mares y en los ríos, en todas las partes en que se hallara, en fin, el agua amarga de mi bautismo. Y dígame, ¿aun aquí no estamos en el agua? ¿No estamos en el agua clara, monótona, interminable, que confunde sus límites con los de la tierra? ¿Cómo creer que vamos a llegar a Ámsterdam? Nunca sal dremos de esta inmensa pila de agua. Escuche. ¿No oye usted los gritos de invisibles
goélands? Lanzan sus gritos hacia nosotros. ¿Para qué nos llaman?

Pero son los mismos que gritaban, que me llama ban ya en el Atlántico, aquel día en que comprendí definitivamente que no estaba curado, que continua ba oprimido y que tenía que arreglármelas como pudiera. Había terminado mi vida gloriosa, pero habían terminado también la rabia y los sobresaltos. Debía someterme y reconocer mi culpabilidad, debía vivir en la mazmorra estrecha. ¡Ah, es verdad, us ted no sabe lo que es esa celda que en la Edad Media llamaban la mazmorra estrecha! En general, se olvi daba en ella a un prisionero para toda la vida. Esa celda se distinguía de las otras a causa de sus inge niosas dimensiones. No era suficientemente alta para que uno pudiera permanecer de pie; pero tampoco lo bastante amplia para que pudiera uno acostarse en ella. Había que mantenerse en una posición incó moda, vivir en diagonal. El sueño era una caída. La vigilia, un estarse agachado. Querido amigo, había genio, y peso bien mis palabras, en este hallazgo tan sencillo. Cada día, en virtud de la inmutable coac ción que anquilosaba su cuerpo, el condenado se daba cuenta de que era culpable y de que la inocen­cia consiste en extenderse alegremente. ¿Puede us ted imaginar en semejante celda a un aficionado a las cimas y a los puentes superiores de los barcos?

¿Cómo dice usted? ¿Que uno podía vivir en esas cel das y ser inocente? ¡Improbable! ¡Muy improbable! Si fuera de otra manera, mi razonamiento se que braría. ¿Que la inocencia se vea reducida a vivir encogida...? Me niego a considerar esta hipótesis un solo segundo. Por lo demás, no podemos afirmar la inocencia de nadie, en tanto que sí podemos afir mar con seguridad la culpabilidad de todos. Cada hombre da testimonio del crimen de todos los otros; ésa es mi fe y mi esperanza.

Créame, las religiones se engañan desde el mo mento en que comienzan a hacer moral y a fulminar mandamientos. Dios no es necesario para crear la culpabilidad ni para castigar. Nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos, bastan para ello. El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme. Conocí algo peor: el juicio de los hombres. Para ellos no existen circunstancias atenuantes y hasta la buena intención la imputan al crimen. ¿Ha oído usted hablar, por lo menos, de la celda de los gargajos, que un pueblo imaginó recientemente para probar que era el más grande de la tierra? Se trata de una caja hecha de mampostería, en la que el pri sionero se mantiene de pie; pero allí no puede mo­verse. La sola puerta que lo encierra en la concha de cemento se abre a la altura del mentón. De fue ra, pues, sólo se le ve el rostro en el que cada guar dián que pasa escupe abundantemente. El prisionero, apretado en la celda, no puede limpiarse la cara, aunque le esté permitido, eso es cierto, cerrar los ojos. Pues bien, querido amigo, ésta es una inven ción de hombres. Aquí no tuvieron necesidad de Dios para realizar esa pequeña obra maestra.

¿Entonces? Entonces, la única utilidad de Dios consistiría en garantizar la inocencia. Y yo concebi ría la religión más bien como una gran empresa de limpieza; lo que, por lo demás fue, aunque brevemente, durante tres años, para ser exactos, y no se llamaba religión. Desde entonces falta el jabón. Te nemos la nariz sucia y nos quitamos los mocos mutua mente. Todos roñosos, todos castigados, escupámo nos unos a otros y, ¡hup, a la mazmorra estrecha! La cuestión está en saber. quién será el primero en es­cupir. Eso es todo. Le diré un gran secreto, querido amigo. No espere usted el Juicio Final, se verifica todos los días.

No, no es nada, tirito un poco a causa de esta bendita humedad. Por lo demás, ya llegamos, ya está. No, usted primero. Pero le ruego que se quede un momento todavía conmigo, y que me acompañe. Aún no terminé. Tengo que continuar. Continuar, eso es lo difícil. Mire usted, ¿sabe por qué lo crucificaron a aquel otro, a aquel en quien tal vez usted piensa en este momento? Bueno, había muchas razones para hacerlo. Siempre hay razones para asesinar a un hombre. En cambio, resulta imposible justificar que viva. Por eso, el crimen encuentra siempre abo gados, en tanto- que la inocencia, sólo a veces. Pero, junto a las razones que nos explicaron muy bien du rante dos mil años, había una muy importante de aquella espantosa agonía. Y no sé por qué la ocultan tan cuidadosamente. La verdadera razón está en que él sabía, sí, él mismo sabía que no era del todo ino cente. Si no pesaba en él la falta de que se lo acu saba, había cometido otras, aunque él mismo igno rara cuáles. ¿Las ignoraba realmente, por lo demás? Después de todo él estuvo en la escena; él debía ha ber oído hablar de cierta matanza de los inocentes. Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, sino a causa de él? Desde luego que él no lo había querido. Le horrorizaban aquellos sol dados sanguinarios, aquellos niños cortados en dos. Pero estoy seguro de que, tal como él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que ge mía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? Laqueja se elevaba en la noche. Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de él, ¡y él estaba vivo!

Sabiendo lo que sabía, conociendo profundamente al hombre -¡ah, quién hubiera creído que el cri men no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!-, puesto día y noche frente a su crimen inocente, se le hacia demasiado difícil soste nerse y continuar. Era mejor terminar, no defender se, morir, para no ser el único en vivir y para ir a otra parte, a otra parte en que tal vez lo sostendrían. Y no lo sostuvieron. Él se quejó por eso, y por aña­didura lo censuraron. Sí, fue el tercer evangelista, según creo, el que comenzó a suprimir su queja. "¿Por qué me has abandonado?". Era un grito sedi cioso, ¿no es cierto? Entonces acudieron a las tije­ras. Observe usted, por lo demás, que si Lucas -no hubiera suprimido nada, apenas se habría echado de ver la cosa. En todo caso, no habría ocupado un lu gar tan importante. De esta suerte, el censor procla maba lo que proscribe. El orden del mundo también es ambiguo.

El orden del mundo no impide que él, el censura do, no haya podido continuar. Y, querido amigo, sé bien de lo que hablo. Hubo un tiempo en que a cada minuto yo no sabía cómo podría llegar al siguiente. Sí, en este mundo podemos hacer la guerra, simular el amor, torturar a nuestros semejantes, aparecer en los periódicos, o sencillamente, hablar mal del vecino, mientras tejemos. Pero en ciertos casos conti nuar, tan sólo continuar, es algo sobrehumano. Y él no era sobrehumano, puede usted creerlo. Él gritó su agonía, y por eso lo amo, amigo mío. Murió sin saber.

Lo malo es que nos dejó solos, para continuar, pasare lo que pasare, aun cuando estemos metidos en la mazmorra estrecha, sabiendo a nuestra vez lo que él sabía, pero incapaces de hacer lo que él hizo e incapaces de morir como él. Claro está que la gente procuró ayudarse un poco con su muerte. Después de todo, fue un rasgo genial aquello de decirnos: "Vosotros no sois resplandecientes; eso es un hecho. Y bien, no vamos a contar cada detalle. Lo liquidaremos todo de un golpe, en la cruz". Pero mucha gente sube ahora a la cruz únicamente para que se la vea desde más lejos, aun cuando sea nece sario patear al que se encuentra en ella desde hace tanto tiempo. Demasiada gente decidió prescindir de la generosidad para practicar la caridad. "¡Oh, qué injusticia, qué injusticia se hizo con él y cómo siento oprimido el corazón!

Vamos, ya empiezo otra vez, me pongo a abogar. Perdóneme usted, comprenda que tengo mis razo nes. Mire, unas calles más allá hay un museo que se llama Nuestro Señor del Desván. En su época, los hombres situaron sus catacumbas bajo los tejados. Qué quiere usted, aquí los sótanos se inundan. Pero hoy, tenga usted la seguridad de que su Señor, el de ellos, no está ya ni en el granero ni en el sótano. En lo más secreto de su corazón lo pusieron presi­diendo un tribunal, y entonces ellos pegan y pegan: y sobre todo, juzgan, juzgan en su nombre. Sin em bargo, él hablaba tiernamente a la pecadora: "Yo tampoco te condeno"; pues bien, eso no tiene im portancia alguna. Ellos condenan, no absuelven a nadie. En nombre del Señor, éstas son tus cuentas. ¿Del Señor? Él no pedía tanto, amigo mío. El quería que lo amaran, nada más. Claro está que hay gentes que lo aman, aun entre los cristianos, pero puede contárselas con los dedos de la mano. Por lo demás, él lo había previsto. Tenía cierto sentido del humor. Pedro, usted sabe, aquel miedoso, Pedro, pues, re negó de él: "No conozco a ese hombre ... No sé lo que quieres decir, etc.". Verdaderamente exageraba. Y entonces él hizo un juego de palabras: "Sobre esta piedra [2] edificaré mi iglesia". No se podía llevar más lejos la ironía, ¿no le parece? Pero no, ellos aún triunfan. "Vosotros veis, él lo dijo". En efecto, él lo dijo y conocía muy bien la cuestión. Y luego partió para siempre, dejándolos juzgar y condenar, con el perdón en la boca y la sentencia en el corazón.

Porque no puede decirse que ya no haya más pie dad. ¡No, diablos! No dejamos de hablar de ella. Lo que ocurre es que sencillamente, no se absuelve ya a nadie. Sobre la inocencia muerta pululan los jue ces, los jueces de todas las razas, los de Cristo y los del Anticristo que, por lo demás, son los mismos, reconciliados en la mazmorra estrecha. Porque no hay que caer únicamente sobre los cristianos; los otros también están en la cuestión. ¿Sabe usted en qué se convirtió, en esta ciudad, una casa que cobijó a Descartes? En un asilo de locos. Sí, es el delirio general y la persecución. Nosotros también, por su puesto, nos vemos obligados a incluirnos. Habrá po dido darse cuenta de que no perdono nada y sé que por su parte usted piensa más o menos lo mismo. De manera que, puesto que todos somos jueces, somos todos culpables los unos frente a los otros, somos to dos Cristos a nuestra mezquina manera: crucificados uno a uno y siempre sin saber. 0, por lo menos, lo seríamos si yo, Clamence, no hubiera encontrado la salida, la única solución, la verdad, en fin...

No, me detengo, querido amigo, no tema. Por otra parte, voy a dejarlo aquí. Estamos frente a mi puer ta. En la soledad y con ayuda de la fatiga, ¿qué quiere usted?, uno se toma de buena gana por un profeta. Después de todo, es eso lo que soy; refu giado en un desierto de piedras, de brumas y de aguas podridas. Un profeta vacío, para épocas me diocres. Un Elías sin Mesías, lleno de fiebre y al cohol, con las espaldas pegadas a esta puerta enmo hecida, con el dedo levantado hacia un cielo bajo, cubriendo de imprecaciones a hombres sin ley, que no pueden soportar ningún juicio. Porque, en efecto, no lo pueden soportar, mi muy querido amigo; ahí, está toda la cuestión. El que se adhiere a una ley no teme el juicio, que vuelve a colocarlo en un orden en el que él cree. Pero el mayor de los tormentos humanos consiste en que lo juzguen a uno sin ley. Sin embargo, padecemos precisamente de ese tor mento. Privados de su freno natural, los jueces, des­encadenados al azar, lo despachan a uno en un santia mén. Entonces, ¿no le parece?, hay que procurar actuar más rápido que ellos. Y así se produce un gran desorden. Los profetas y los curanderos se mul tiplican, se apresuran para traernos una buena ley o una organización impecable, antes de que la tierra quede desierta. ¡Felizmente yo llegué! Yo soy el prin cipio y el comienzo, yo anuncio la ley. En suma, que soy juez penitente.

Sí, sí, mañana le diré en qué consiste este magní fico oficio. Usted parte pasado mañana, de manera que tenemos prisa. Venga usted a mi casa, ¿quiere? Golpee tres veces a la puerta. ¿Vuelve a París? Pa rís está lejos, París es hermoso, no lo olvidé. Recuer do sus crepúsculos en esta época, más o menos. La tarde cae, seca y rechinante, sobre los techos azules de humo; la ciudad gruñe sordamente, el río parece remontar su cursa. Entonces yo vagaba por las calles. Ahora también ellos vagan, lo sé. Vagan fingiendo que tienen prisa por llegar a la mujer hastiada, a la casa severa... ¡Ah!, amigo mío, ¿sabe usted lo que es la criatura solitaria que vaga en las grandes ciu dades?









Me siento lleno de confusión por tener que reci birlo acostado. No es nada, un poco de fiebre que curo con ginebra. Estoy acostumbrado a estos acce sos, creo que del paludismo que contraje en la época en que era Papa. No, no bromeo sino a medias. Sé lo que está pensando: es difícil distinguir lo verda dero de lo falso en lo que cuento. Admito que usted tiene razón. Yo mismo... Mire usted, una persona de mi círculo dividía los seres en tres categorías: los que prefieren no tener nada que ocultar, antes de verse obligados a mentir; los que prefieren mentir, antes que no tener nada que ocultar; y, en fin, aque llos a quienes les gusta al propio tiempo mentir y ocultar. Le dejo a usted que elija el casillero que más me conviene.

¿Y qué importa después de todo? ¿Es que, en úl tima instancia, las mentiras no nos ponen en el ca mino de la verdad? Y mis historias, verdaderas o falsas, ¿no tienden todas al mismo fin, no tienen to­das el mismo sentido? ¿Qué importa entonces que sean verdaderas o falsas si, en ambos casos, signifi can lo que fui y lo que soy? A veces vemos con ma yor claridad en aquel que miente que en el que dice la verdad. La verdad, lo mismo que la luz, encandila. La mentira, en cambio, es un hermoso crepúscu lo que nos hace valorar todos los objetos. ¡Vaya, tómelo como guste! Pero lo cierto es que me nom braron Papa en un campo de prisioneros.

Le ruego que se siente. Veo que mira este cuarto, desnudo, es cierto, pero limpio. Un Vermeer, no hay muebles ni cacerolas. Tampoco hay libros. Hace mucho tiempo que dejé de leer. Antes mi casa es taba llena de libros leídos a medias. Eso es tan repug­nante como lo que hace esa gente que mordisquea un
foie gras y manda tirar el resto. Por otra parte, a mí me gustan sólo las confesiones y la verdad es que los autores de confesiones escriben sobre todo para no confesarse, para no decirnos nada de lo que saben. Cuando dicen que van a pasar a las declara ciones, bueno, es el momento de desconfiar. Lo que harán es aplicar afeites al cadáver. Créame, soy or febre. Entonces corté por lo sano. No más libros, no más objetos vanos tampoco; sólo lo estrictamente necesario. Limpio y lustrado como un ataúd. Por lo demás, en estas camas holandesas, tan duras, con sábanas inmaculadas, embalsamadas de pureza, mue re uno ya en una mortaja.

¿Tiene usted curiosidad por conocer mis aventu ras pontificias? Ha de saber que son bien triviales. ¿Tendré la fuerza de hablarle de ellas? Sí, me pa rece que la fiebre disminuye. Hace mucho tiempo de aquello. Fue en África donde, gracias a Rommel, ardía la guerra. Yo no estaba mezclado en ella, pue de estar usted seguro. Ya había terminado con la de Europa. Me movilizaron, claro está; pero nunca vi el fuego. En cierto sentido, lo lamento. Tal vez habría cambiado en mí muchas cosas. El ejército francés no tuvo necesidad de mí en el frente. Únicamente me pidió que participara en la retirada. Llegué a París en seguida; y los alemanes también. Me sentí ten tado a intervenir en el movimiento de resistencia, del que comenzaba a hablarse, aproximadamente en el momento en que descubrí que yo era un patriota. ¿Se sonríe usted? Pues se equivoca. Hice mi descu brimiento en los pasillos del subterráneo, en Cháte let. Un perro se había extraviado en el laberinto. Era grande, de pelo duro, tenía una oreja quebrada, los ojos alegres, y daba brincos y olfateaba las piernas de los que pasaban. Me gustan los perros que tienen una ternura muy antigua y muy fiel. Me gustan por que siempre perdonan. Llamé a aquel perro, que, visiblemente conquistado, vaciló moviendo entusias tamente los cuartos traseros, a algunos metros delan te de mí. En ese momento pasó un joven soldado alemán, que caminaba alegremente. Cuando llegó junto al perro le acarició. la. cabeza. Sin vacilar, el animal ajustó su pase al del soldado, con el mismo entusiasmo de antes, y desapareció con él. Por el despecho y por la especie de furor que sentí contra el soldado alemán tuve que reconocer que mi reac ción era patriótica. Si el perro hubiera seguido a un civil francés no me habría importado. Me imaginé, en cambio, a aquel simpático animal convertido en mascota de un regimiento germano y me sentí inva dido de furor. La prueba era, pues, convincente.

Me fui a la zona sur con la intención de informar me sobre la resistencia. Pero una vez que me hube informado, vacilé. La empresa me parecía un tanto loca y, para decirlo todo, romántica. Creo, sobre todo, que la acción subterránea no convenía ni a mi temperamento ni a mi ambición por las cimas airea das. Me parecía que se me pedía a mí trabajar en un sótano día y noche, esperando a que algunos brutos vinieran a descubrirme. Luego tendría que deshacer mi trabajo y verme arrojado a otro sótano, en que me golpearían hasta dejarme muerto. Admiraba a los que se entregaban a este heroísmo de las profun didades, pero no podía imitarlos.

Me fui, pues al África del Norte, con la vaga in tención de llegar luego a Londres. Pero en África la situación no era clara. Los partidos opuestos, se gún me parecía, tenían igualmente razón, y me abs tuve de intervenir. Veo por su cara que paso por alto demasiado rápido, según usted, estos detalles. Y bueno, digamos que habiéndole juzgado a usted en su verdadero valor, paso rápidamente por ellos a fin de que usted los advierta con más claridad. Lo cierto es que gané por fin la zona tunecina, donde una tierna amiga me aseguraba trabajo. Esa amiga era una criatura muy inteligente, que se ocupaba de cine matógrafo. La seguí a Túnez y no me enteré de su verdadero oficio hasta los días que siguieron al des embarco de los aliados en Argelia. Aquel día los alemanes la detuvieron y a mí también, aunque sin quererlo; no sé qué se hizo de ella. En cuanto a mí, no me hicieron daño alguno y, después de pasar grandes angustias, comprendí que se trataba, sobre todo, de una medida de seguridad. Quedé internado cerca de Trípoli en un campo en el que más se pade cía a causa de la sed y de las privaciones que de los malos tratos. No le describiré ese campo. Nosotros, hijos de la mitad del siglo, no tenemos necesidad de ilustraciones para imaginarnos esos lugares. Hace ciento cincuenta años, la gente se enternecía por los lagos y los bosques; hoy poseemos el lirismo de lo celular. De manera que confío en usted. No tiene sino que agregar algunos detalles: el calor, el sol vertical, las moscas, la arena, la falta de agua.

Con nosotros estaba un joven francés que tenía fe. Sí, decididamente es un cuento de hadas. Era del tipo Duguesclin, si usted quiere. Había pasado de Francia a España para combatir. El general católico lo había internado y, por haber visto que en los campos franquistas los garbanzos estaban, sí es li cito que lo diga ,así, bendecidos por Roma, había quedado sumido en una profunda tristeza. Ni el cielo de África, adonde había ido a parar casi en seguida, ni las expansiones del campo, lograron sacarlo de esa tristeza. Pero sus reflexiones y también el sol, lo habían hecho salir un poco de su estado normal. Un día en que, bajo una tienda que chorreaba plomo fundido y la decena de hombres que formaba nues tro grupo jadeaba entre las moscas, el joven renovó sus diatribas contra aquel a quien él llamaba "el ro mano". Nos miraba con aire extraviado, con su barba de muchos días. Tenía el torso desnudo cubierto de sudor y las manos se paseaban, como tocando el piano, sobre el visible teclado de sus costillas. Nos declaró que era necesario un nuevo Papa, un Papa que viviera entre los desdichados, en lugar de re zar en un trono, y que cuanto más pronto apareciera, sería mejor. Nos miraba fijamente, con ojos extra viados y sacudiendo la cabeza. "Sí", repetía. "¡Lo más pronto posible!". Luego se calmó súbitamente y con voz melancólica dijo que había que elegirlo en tre nosotros, que había que escoger un hombre com pleto, con sus defectos y sus virtudes, a quien era menester jurar obediencia, con la única condición de que ese hombre aceptara mantener viva en él y en los demás la comunidad de nuestros sufrimientos. %Quién de entre nosotros tiene más debilidades?", preguntó. Por chancearme, yo levanté el dedo y fui el único que lo hizo: "Bien, Jean-Baptiste servirá". No, no dijo eso, puesto que entonces yo tenía otro hombre. Por lo menos declaró que designarse como yo lo había hecho suponía la mayor de las virtudes y por eso propuso que me eligieran. Los otros con sintieron por juego, aunque así y todo con ciertas trazas de gravedad. Lo cierto es que Duguesclin nos había impresionado. Yo mismo creo que en modo alguno me reía. Me pareció, primero, que mi peque ño profeta tenía razón; y luego el sol, los trabajos agotadores, la lucha por el agua, en fin, que no está bamos del todo en nuestros cabales. La verdad es que ejercí mi pontificado durante muchas semanas y cada vez con mayor seriedad.

¿En qué consistía mi pontificado? Vaya, yo era una especie de jefe de grupo o de secretario de cé lula. De todas maneras, los otros, aun aquellos que no tenían fe, tomaron la costumbre de obedecerme. Duguesclin, agonizante, sufría, y yo administraba sus sufrimientos. Entonces me di cuenta de que no era tan fácil como generalmente se cree ser Papa y me acordé de ello aun ayer, después de haberle espe tado tantos discursos desdeñosos sobre los jueces, nuestros hermanos. En aquel campo de prisioneros el gran problema era la distribución de agua. Se ha bían formado otros grupos, políticos y confesionales, y cada cual favorecía a sus camaradas. Me vi, pues, llevado a favorecer a los míos, lo cual ya era, por cierto, una pequeña concesión. Y aun entre nosotros mismos no pude mantener una igualdad perfecta. Según el estado de mis compañeros o según los tra bajos que debían realizar, favorecía a éste o aquél. Y estas distinciones llevan muy lejos, puede usted creerme. Pero, decididamente, estoy cansado y ya no tengo ganas de pensar en aquella época. Digamos que colmé la medida el día en que me bebí el agua de un camarada agonizante. No, no, no era Dugues clin; creo que él ya se había muerto... Se privaba demasiado. Además, si él hubiera estado allí, por el amor que le tenía, yo habría resistido durante más tiempo, porque yo lo quería, sí, lo quería. 0 por lo menos, así me lo parece. Pero me bebí el agua; eso es seguro. Porque me persuadí de que los otros te nían necesidad de mí (más necesidad de mi que de quien de todas maneras iba a morirse) y de que debía conservarme para ellos. Es así, querido amigo, bajo el cielo de la muerte, como nacen los imperios y las iglesias.

Y para corregir un poco mis discursos de ayer, le comunicaré la gran idea que se me ocurrió hablando de todo esto, y de lo cual ya no sé siquiera si lo viví o lo soñé. Mi gran idea es que hay que perdonar al Papa. Primero, porque él tiene más necesidad que nadie de que lo perdonen, y luego porque es la única manera de colocarse por encima de él...

¡Oh!, ¿cerró usted bien la puerta? ¿Sí? Le ruego que vaya a asegurarse. Perdóneme usted, tengo el complejo del cerrojo. En el momento de dormirme, nunca puedo saber si corrí el cerrojo. Todas las no ches he de levantarme para comprobarlo. Uno nun ca está seguro de nada; ya se lo dije. No vaya a creer usted que esta inquietud del cerrojo sea una reac ción de propietario temeroso. Antes no cerraba con llave mi departamento ni mi coche. No guardaba el dinero, no me importaba lo que poseía. A decir ver­dad, tenía un poco de vergüenza de poseer cosas. ¿Acaso no me ocurría que en mis discursos munda nos proclamara con convicción: "¡La propiedad, se ñores, es un crimen!". No teniendo el corazón sufi cientemente grande para compartir mis riquezas con algún pobre que las mereciera, las dejaba a dis posición de eventuales ladrones, con la esperanza de que el azar corrigiera así la injusticia. Por lo demás, hoy ya no poseo nada. De manera que no me inquie to por mi seguridad, sino por mí mismo y por mi presencia de espíritu. También me importa mucho cerrar cuidadosamente la puerta del pequeño uni verso hermético del que soy rey, Papa y juez.

Y ya que hablamos de esto, ¿quiere usted abrir ese ropero? Ese cuadro, sí, mírelo usted bien. ¿No lo reconoce? Son
Los jueces íntegros. ¿Y no se sobresalta usted? ¿Será que su cultura tiene algunas lagunas? Sin embargo, si leyera usted los diarios, re­cordaría que en 1934 en la ciudad de Gantes, en la catedral de Saint-Bavon, se consumó el robo de uno de los paneles del famoso retablo de Van Eyck: El cordero místico. Ese panel se llamaba Los jueces ín tegros. Representaba a unos jueces que, a caballo, iban a adorar al santo cordero. Se lo reemplazó por una copia excelente, porque no llegó a encontrarse el original. Y bien, aquí lo tiene. No, yo no intervine en el robo. Un parroquiano del Mexico-City, a quien usted vio el otro día, se lo vendió al gorila por unas botellas, en una noche de embriaguez. Primero acon sejé a nuestro amigo que lo colgara en un buen lugar y por largo tiempo, y mientras se los buscaba por el mundo entero, nuestros devotos jueces reinaron en el Mexico-City, sobre borrachos y rufianes. Luego el gorila, a instancias mías, lo dejó en depósito aquí. Se resistió un tanto a hacerlo y puso cara de pocos amigos, pero cuando le expliqué todo el asunto, se asustó. Desde entonces, estos estimables magistra dos son mi única compañía. Allá en el bar, por en cima del mostrador, habrá podido apreciar usted qué vacío dejaron.

¿Por qué no restituí el panel? ¡Ah, ah, pero us ted tiene reflejos policiales! Pues bien, le respon deré como le respondería a un juez de instrucción, en el caso harto improbable de que alguien pudiera enterarse por fin de que el cuadro vino ,a parar a mi pieza. En primer lugar, porque no es mío, sino del dueño del
Mexico-City, que lo merece tanto como el obispo de Gantes. En segundo lugar, porque entre los que desfilan ante El cordero místico nadie sería capaz de distinguir la copia del original, y por lo tan to nadie se perjudica por mi culpa. En tercer lugar, porque de esta manera, domino. Se proponen a la admiración del mundo jueces falsos, siendo así que el único que conoce los verdaderos soy yo. En cuarto lugar, porque así tengo una posibilidad de que me envíen a la prisión, idea en cierto modo atractiva. En quinto lugar, porque esos jueces van a encon trarse con el cordero, siendo así que ya no hay cor dero alguno ni inocencia. Y por lo tanto, el hábil pillo que robó el panel era un instrumento de la jus ticia desconocida, a la que no conviene contrariar. Y por fin, porque de esta manera estamos en el or den de las cosas. Habiéndose separado la justicia definitivamente de la inocencia, ésta en la cruz, aquélla en el ropero, tengo libre campo para traba jar de acuerdo con mis convicciones. Puedo ejercer, sin remordimiento alguno de conciencia, la difícil profesión de juez penitente que adopté después de tantos sinsabores y contradicciones; y ya es hora, puesto que usted se marcha, que le diga por fin en qué consiste esta profesión.

Pero permítame antes que me incorpore un poco para respirar mejor. ¡Oh, qué cansado estoy! Cie rre bajo llave a mis jueces. Gracias. En este momento estoy ejerciendo la profesión de juez penitente. Por lo general, mi despacho está en el
Mexico-City, pero las grandes vocaciones se prolongan más allá del lugar de trabajo. Ejerzo mi profesión en la cama y aun estando afiebrado. Por lo demás, esta profesión no se la ejerce; se la respira, a todas horas. En efecto, no crea usted que durante estos cinco días le estuve espetando largos discursos por puro gusto. No, en otra época hablé bastante para no decir nada. Ahora mis discursos están orientados, orientados evidente mente, por la idea de acallar las risas, de evitar per sonalmente el juicio, aunque, en apariencia, no exis ta salida alguna. ¿Es que el gran obstáculo para sus traerse al juicio no estriba en que nosotros mismos somos los primeros en condenarnos? De manera que hay que empezar por extender la condenación a to dos, sin distinción, a fin de que quede diluida.

Mi punto de partida, mi principio, consiste en no admitir nunca excusas para nadie. Niego la buena intención, el error estimable, el paso equivocado, la circunstancia atenuante. Yo no bendigo, no distri buyo absoluciones. Sencillamente, lo sumo todo y lue go digo: "Éste es el monto. Usted es un perverso, un sátiro, un mitómano, un pederasta, un artista, etc.". Así mismo. Secamente. En filosofía, lo mismo que en política, soy, pues, partidario de toda teoría que niega la inocencia del hombre y de toda práctica que lo trata como culpable. En mi está viendo usted, querido amigo, un partidario ilustrado de la servi dumbre.

A decir verdad, sin la servidumbre no es posible llegar a una solución definitiva. Lo comprendí muy rápidamente. Antes yo tenía la libertad sólo en la boca. Cuando me desayunaba, yo la extendía sobre las rebanadas de pan, la masticaba todo el día y en­tonces, en medio de la gente tenía yo un aliento deli ciosamente refrescado por la libertad. Asestaba esta palabra maestra a quienquiera que me contradijera.

La había puesto al servicio de mis deseos y de mi poder. La murmuraba en el lecho al oído adorme cido de mis amigas y ella me ayudaba a plantarlas. La deslizaba... Vaya, me excita y pierdo la medida. Después de todo, hube de hacer de la libertad un uso más desinteresado y hasta, juzgue usted mi inge nuidad, hube de defenderla dos o tres veces, sin lle gar, claro está, a morir por ella; pero así y todo, corriendo algunos riesgos. Tiene que perdonarme esas imprudencias; no sabía lo que hacía. No sabía que la libertad no es una recompensa ni una conde coración que se celebra con champán; ni tampoco un regalo, una capa de golosinas destinada a satis facer la gula. ¡Oh, no! por el contrario, con ella uno es un vasallo de digno servicio y debe emprender una carrera total, solitaria, extenuante. Nada de champán, nada de amigos que levanten sus copas y que nos miren con ternura. Está uno solo en una lú gubre sala, solo en él banquillo, frente a los jueces, y solo para decidir frente a sí mismo o frente al juicio de los otros. Al cabo de toda libertad hay una sen tencia. Aquí tiene usted la razón de que la libertad sea una carga demasiado pesada. Sobre todo cuan do uno tiene fiebre o pesares o no ama a nadie.

¡Ah, querido amigo, para quien está solo, sin Dios y sin amo, el peso de los días es terrible! De manera que no estando ya Dios en el mundo, hay que ele girse un amo. Por lo demás, la palabra Dios ya no tiene sentido; no vale la pena que uno se ponga a correr el riesgo de escandalizar a la gente. Mire us ted, a nuestros moralistas, tan serios, que aman a sus semejantes y todo, nada los separa en definitiva del estado de cristianos, si no es el que prediquen en las iglesias. A su juicio, ¿qué les impide convertirse? El respeto, tal vez, el respeto de los hombres. Sí, el respeto humano. No quieren dar escándalo y entonces se guardan sus sentimientos para ellos. Conocí a un novelista ateo que oraba todas las noches. Eso no era impedimento: ¿qué le daba a Dios en sus libros? ¡Qué paliza!, como decía ya no me acuerdo quién. Un librepensador militante a quien yo me confié levantaba los brazos al cielo, sin mala intención por lo demás. "No me enseña usted nada", suspiraba aquel apóstol. "Son todos así". Según él, el ochenta por ciento de nuestros escritores, si pudiera no fir mar sus libros, escribiría y saludaría el nombre de Dios. Pero los escritores firman sus libros, también según él, porque se aman, y no saludan a Dios por que se detestan. Pero, como de todas maneras no pueden prescindir de juzgar, entonces se desquitan en la moral. En suma, que tienen el satanismo vir tuoso. Época singular, verdaderamente. ¿Hay que admirarse acaso de que los espíritus estén turbados y de que uno de mis amigos, ateo, mientras fue un marido irreprochable, se haya convertido al hacerse adúltero?

¡Ah, los insignificantes cazurros, comediantes, hi pócritas, tan conmovedores con todo eso! Créame, todos son así, aun cuando incendien el cielo. Sean ateos o devotos, moscovitas o bostonianos, son todos cristianos de padre a hijo. ¡Pero, precisamente ya no hay padre, ya no hay regla! Entonces uno es libre y tiene que arreglárselas por sí mismo. Y como no quieren saber nada de la libertad ni de sus senten cias, piden que les golpeen en los dedos, inventan reglas terribles, corren a construir piras para reem plazar las iglesias, son Savonarolas, le digo a usted. Pero únicamente creen en el pecado; nunca en la gracia. Claro está que piensan en ella. Eso es preci samente lo que quieren: la gracia en sí, el aban dono, la felicidad de ser. Y quién sabe si no quieren también, porque además son sentimentales, los es ponsales, la muchacha fresca, el hombre recto, la música. Yo, por ejemplo, que no soy sentimental, ¿sabe usted con lo que soñé? Con un amor completo, con un amor de todo el corazón y todo el cuerpo, amor de día y de noche, en un abrazo incesante, en el que gozara y me exaltara. Y que esto durara cinco años. Después, la muerte. ¡Ay!

Entonces, ¿no es cierto?, sin esponsales o sin ese amor incesante, tenemos el matrimonio, brutal, con el poder y el látigo. Lo esencial es que todo se haga sencillo, como lo es para los niños. Lo esencial es que se nos mande cada acto, que el bien y el mal se nos designen de manera arbitraria y por lo tanto evidente. Y yo, por siciliano o javanés que sea, estoy de acuerdo. Que no haya, pues, cristianos de tres al cuarto, aunque yo aprecie mucho al primero de ellos. Pero en los puentes de París yo también me di cuenta de que tenía miedo de la libertad. ¡Viva, pues, el amo, quienquiera que sea, que reemplace la ley del cielo! "Padre Nuestro, que estás transitoriamente aquí... Guías nuestros jefes deliciosamente severos, ¡oh, conductores crueles y muy amados!...". En fin, ya ve usted que lo esencial es dejar de ser libre y obedecer, en el arrepentimiento, a quien es más pillo que uno. Cuando seamos todos culpables, tendremos la democracia. Sin contar, querido amigo, el hecho de que hay que vengarse de tener que morir solo. La muerte es solitaria, en tanto que la servidumbre es colectiva. Los otros también tienen sus cuentas y al mismo tiempo que nosotros; eso es lo importante. Todos reunidos, por fin, pero de rodillas y con la cabeza gacha.

¿No es también conveniente vivir a semejanza de la sociedad y, para ello es menester que la sociedad se asemeje a mí? La amenaza, el deshonor, la policía, son los sacramentos de esta semejanza. Despreciado, acosado, obligado a obrar de tal o cual manera, puedo desarrollarme con la plenitud de mi medida, puedo gozar de lo que soy, ser natural al fin. Por eso, mi muy querido amigo, después de haber saludado so lemnemente a la libertad, decidí, en secreto, que había que endosársela sin dilación a cualquier otro. Y cada vez que puedo hacerlo, predico en mi iglesia del
Mexico-City. Allí invito a la buena gente a some terse y a solicitar con empeño y humildad los con suelos de la servidumbre, aun cuando la presente como la verdadera libertad.

Pero no soy ningún loco. Bien me doy cuenta de que la esclavitud no es cosa que podrá sobrevenir mañana. Será uno de los beneficios del futuro, eso es todo. Mientras tanto, tengo que arreglármelas con el presente y buscar una solución, por lo menos tran sitoria. Tuve, pues, que encontrar otro medio de ex tender el juicio a todo el mundo, para que a mí me resultara más liviano. Y encontré ese medio. Le rue go que abra un poco la ventana. Aquí hace un calor aplastante. No la abra demasiado, porque también tengo frío. Mi idea es a la vez sencilla y fecunda. ¿Cómo hacer para que todo el mundo se meta en el baño, a fin de que uno tenga el derecho de secarse al sol? ¿Iba a subir a una tribuna, como muchos de mis ilustres contemporáneos, y maldecir a la huma­nidad? ¡Muy peligroso! Un día, o una noche, la risa estalla sin más ni más. La sentencia que lanzamos sobre los otros termina por volverse derechamente contra nuestro rostro y no deja de producir sus estra gos. ¿Entonces?, pregunta usted. Pues bien, éste es mi rasgo genial. Descubrí que mientras aguardamos el advenimiento de los amos y de sus varas, debería mos, como hizo Copérnico, invertir el razonamiento para triunfar. Pues que no puede uno condenar a los otros sin juzgarse en seguida, era menester que uno mismo se abrumara, para tener el derecho de juzgar a los demás. Puesto que todo juez termina un día siendo penitente, había que hacer el camino en sentido inverso y ejercer la actividad de penitente para poder terminar siendo juez. ¿Me sigue usted? Bien. Pero para ser aún más claro, voy decirle cómo trabajo.

Comencé por cerrar mi bufete de abogado; sal! de París y viajé. Procuré establecerme con otro nom bre en algún lugar en que no me faltara ocasión de practicar mi oficio. Hay muchos de esos lugares en el mundo, pero el azar, la comodidad, la ironía y también la necesidad de cierta mortificación, me hi cieron elegir una capital de aguas y de brumas, ro deada de canales, ciudad particularmente populosa y visitada por hombres llegados de todo el mundo. Instalé mi despacho en un bar del barrio de marine ros. La clientela de los puertos es muy variada. Los pobres no van a los barrios lujosos, en tanto que la gente de calidad termina siempre por ir a parar, una vez al menos, y usted bien lo ha visto, a lugares de mala fama. Acecho especialmente al burgués, al bur gués que se extravía; con él alcanzo mi pleno rendi­miento. Como buen virtuoso, arranco de talen instru mentos las notas más refinadas.

Ejerzo, pues, mi profesión en el
Mexico-City, desde hace algún tiempo. Consiste primero, como usted ya vio, en practicar una confesión pública, con la mayor frecuencia que sea posible. Me acuso larga y amplia mente. Eso no es difícil; ahora tengo memoria. Pero fíjese bien, no me acuso groseramente golpeándome el pecho, no; navego con suavidad, multiplico los matices, también las digresiones y adapto mi discurso al oyente. Voy mezclando cosas que me conciernen con otras que se refieren a los demás. Tomo los ras gos comunes, las experiencias que hemos tenido jun tos, las debilidades que compartimos, el buen tono, en fin, el hombre del día tal como se da en mí y en los otros. Con todos esos elementos compongo un retrato que es el de todos y el de nadie. Una máscara, en suma, bastante parecida a las del carnaval, que son a la vez fieles y simplificadas, y frente a las cua­les uno se dice: ¡Vaya, a éste ya lo he visto antes! Cuando el retrato queda terminado, como esta noche, lo muestro lleno de desolación: "Mire, ¡ay!, lo. que soy". Y así termina la fase requisitoria. Pero, al mis mo tiempo, el retrato que tiendo a mis contemporá neos se convierte en un espejo.

Cubierto de ceniza, arrancándome lentamente los cabellos, mostrando la cara arañada por mis uñas, pero con la mirada penetrante, me expongo a la hu mildad entera, mientras recapitulo mis vergüenzas, sin perder por ello de vista el efecto que produzco, y digo: "Yo era el último de los hombres". Enton ces, insensiblemente, paso en mi discurso del yo al nosotros. Cuando llego a declarar "Esto es lo que somos", el juego está hecho y entonces puedo decir les la verdad. Yo soy como ellos, desde luego. Todos estamos hechos de la misma tela. Sin embargo, tengo una superioridad, la de saberlo, y esa superioridad es la que me da derecho a hablar. Estoy seguro de que aprecia usted la ventaja. Cuanto más me acuso más derecho tengo a juzgarlo a usted. Más aún, lo proceso a que se juzgue usted mismo, lo cual alivia mi trabajo. ¡Ah, querido amigo, somos extrañas, mi serables criaturas! Y por poco que examinemos nues tra vida anterior, no nos faltan ocasiones de asom brarnos y de escandalizarnos nosotros mismos. In téntelo. Puede usted estar seguro de que escucharé su confesión con un profundo sentimiento de fra­ternidad.

¡No se ría! Sí, usted es un cliente difícil, lo advertí a primera vista. Pero ya se avendrá a esto; es inevi table. La mayor parte de los hombres es más senti mental que inteligente. En seguida se los desorienta. Con los inteligentes es una cuestión de tiempo. Pero basta explicarles el método a fondo. Ellos no lo olvi dan, reflexionan. Un día u otro, a medias por juego, a medias por confusión, se muestran. abiertamente. Usted no sólo es inteligente, sino que, además, tiene el aspecto de haber vagado mucho. Confiese, sin em bargo, que hoy se siente menos contento de sí mismo que hace cinco días. Ahora esperaré a que me escriba o que vuelva aquí, porque usted ha de volver; no tengo la menor duda. Me encontrará inmutable, como siempre. ¿Y por qué habría de cambiar si encontré la felicidad que me conviene? En lugar de afligirme, acepté la duplicidad. Me instalé en ella y en ella encontré el bienestar que busqué toda mi vida. En el fondo, me equivoqué al decirle que lo esencial era evitar el juicio. Lo esencial es poder permitírselo todo, aun a costa de declarar, de cuando en cuando y a voz en cuello, la propia indignidad. De nuevo he vuelto a, permitírmelo todo; y esta vez sin risas. No cambié de vida, continúo amándome y sirviéndome de los demás, sólo que la confesión de mis faltas me permite volver a comenzar con mayor facilidad y gozar dos veces, primero de mi naturaleza y luego de un encantador arrepentimiento.

Desde que hallé esta solución, me abandono a todo, a las mujeres, al orgullo, al tedio, al resentimiento, y hasta a la fiebre que en este momento siento subir deliciosamente. Por fin reino, pero esta vez para siempre. Además, encontré una cima y sólo yo subo a ella; desde allí puedo juzgar a todo el mundo. A veces, cuando la noche es realmente her mosa, oigo una lejana risa y entonces vuelvo a dudar. Pero en seguida aplasto todas las cosas, criaturas y creación, bajo el peso de mi propia enfermedad, y heme de nuevo emperifollado.

Esperaré, pues, en el
Mexico-City sus saludos, todo el tiempo que sea necesario; pero retire usted esta colcha, por favor, que quiero respirar. Vendrá usted, ¿no es cierto? Hasta le mostraré los detalles de mi técnica, pues usted me inspira cierto afecto. Me verá cómo les enseño, a lo largo de la noche, que ellos son infames. Por lo demás, desde hoy volveré a co menzar. No puedo prescindir, no puedo privarme de esos momentos en los que uno de ellos se desploma, con la ayuda del alcohol, y se golpea el pecho. Enton ces me engrandezco, querido amigo, me engrandezco, respiro libremente, estoy en lo alto de la montaña, y la llanura se extiende bajo mis ojos. ¡Qué embria guez, ésta de sentirse Dios padre, y de distribuir certificados definitivos de mala vida y de malas cos tumbres! Reino entre mis ángeles viles, en la cima del cielo holandés y, saliendo de las brumas del agua, veo subir hacia mí la multitud del Juicio Final. Esas gentes van elevándose poco a poco, lentamente. Veo llegar ya al primero. En su rostro extraviado, a medias oculto por una mano, leo la tristeza de la condición común y la desesperación de no poder escapar a ella. Y yo lo lamento sin absolver, lo com prendo sin perdonar y, sobre todo, ¡ah, siento por fin que se me adora!

Sí, me agito. ¿Cómo podría quedarme juiciosa mente acostado? Tengo que estar más alto que usted. Mis pensamientos me hacen levantar. Esas noches, mejor dicho, esas mañanas, porque la caída se pro duce al alba, salgo, ando por las calles con paso arrebatado y me paseo a lo largo de los canales. En el cielo descolorido, las capas de plumas se hacen más delgadas, las palomas se elevan un poco y una luz rosada anuncia, a ras de los tejados, un nuevo día de mi creación. En el Damrak, el primer tranvía hace oír su campanilla en el aire húmedo y anuncia el despertar de la vida en el extremo de esta Europa en la que, en el mismo momento centenares de millones de hombres, mis súbditos, abandonan peno samente la cama, con la boca amarga, para Ir hacia un trabajo sin alegría. Entonces, volando con el pen samiento por encima de todo este continente que sin saberlo está sometido a mí, bebiendo el día de ajenjo que nace, borracho, en fin, de malas palabras, soy feliz. Soy feliz, le digo; le prohíbo que no crea que soy feliz. ¡Soy feliz a rabiar! ¡Oh, sol, playas, y aque llas islas bajo los alisios, juventud, cuyo recuerdo desespera!

Vuelvo a acostarme, perdóneme usted. Temo ha berme exaltado. Sin embargo, no lloro. A veces uno se extravía. Dudamos de la evidencia, aun cuando hayamos descubierto los secretos de una buena vida. Claro está que mi solución no es la solución ideal. Pero, cuando uno no ama su vida, cuando uno sabe que tiene que cambiar, no hay posibilidad de elegir, ¿no le parece? ¿Qué hacer para ser otro? Eso es imposible. Sería menester no ser ya nadie, olvidarse de sí mismo, por lo menos una vez. Pero, ¿cómo es posible eso? No me abrume demasiado. Soy como aquel viejo mendigo que un día, en la terraza de un café, no quería retirar la mano: "Ah, señor", decía, "no es que sea mal hombre, sino que uno pierde la luz". Sí, perdimos la luz, perdimos las mañanas, la santa inocencia de quien se perdona a sí mismo.

Mire usted, está nevando. ¡Oh, tengo que salir! Ámsterdam dormida en la noche blanca, los canales de jade oscuro bajo los pequeños puentes nevados, las calles desiertas, mis pasos ahogados; todo eso será pureza fugaz, antes del barro de mañana. Mire cómo se estrellan contra los vidrios los enormes copos de nieve. Son seguramente palomas. Por fin se deciden a bajar esas queridas amigas; cubren las aguas y los techos con una espesa capa de plumas, palpitan en todas las ventanas. ¡Qué invasión! Esperemos que traigan la buena nueva. Todo el mundo se salvará, ¿eh? No solamente los elegidos; se compartirán las riquezas y las penas, y usted, por ejemplo, desde hoy se acostará todas las noches en el suelo por mí. ¡Vaya, toda la lira! Vamos, confiese que se quedaría usted patidifuso si del cielo bajara un carro para llevarme o si la nieve de pronto se incendiaria. ¿No lo cree probable? Yo tampoco. Pero, de todas maneras, es preciso que yo salga.

Bueno, bueno, me mantengo tranquilo. No se in quiete. No se fíe usted demasiado, por lo demás, de mis enternecimientos ni de mis delirios. Son diri gidos. Vea, ahora que va a hablarme usted, sabré si he alcanzado uno de los fines de mi apasionante con fesión. En efecto, siempre espero que mi interlocutor sea un agente de policía y que me detenga por el robo de
Los jueces íntegros. Por todo lo demás, ¿no le parece?, nadie puede arrestarme. Pero ese robo sí cae bajo la esfera de la ley y yo lo combiné todo para hacerme cómplice de él; oculto este cuadro y lo muestro a quien quiera verlo. Entonces usted me arrestaría. Sí, sería un buen comienzo. Acaso en seguida se ocuparan también de todo lo demás, y entonces me decapitarían, por ejemplo; yo ya no tendría más miedo de morir y me salvaría. Usted levantaría mi cabeza aún fresca ante el pueblo re unido, para que la gente se reconociera en ella y yo volviera de nuevo a dominarla. Sería ejemplar. Todo quedaría consumado. Yo habría terminado, sin pena ni gloria, mi carrera de falso profeta que grita en el desierto y se resiste a salir de él.

Pero, claro está, usted no es de la policía, sería demasiado sencillo. ¿Cómo dice? ¡Ah, ya me parecía, mire usted! Ese extraño afecto que sentía por usted tenía su razón de ser. ¡De manera que ejerce en París la hermosa profesión de abogado! ¡Bien sabía yo que éramos de la misma raza! ¿No somos acaso todos parecidos? ¿No hablamos sin cesar y a nadie? ¿No nos hallamos siempre frente a las mismas pre guntas, aunque sepamos de antemano las respuestas? Vamos, cuénteme usted, se lo ruego, lo que le ocurrió una noche en los muelles del Sena y cómo logró no arriesgar nunca su vida. Pronuncie usted mismo las palabras que, desde hace años, no han dejado de resonar ;n mis noches, y que por fin oiré por su boca: "Oh, muchacha, vuelve a lanzarte otra vez al agua, para que yo tenga una segunda oportunidad de salvarnos los dos". Una segunda vez, ¡ejem..., qué imprudencia! Supóngase usted, querido doctor, que se nos tomara la palabra. Habría que hacerlo. ¡Brr...! ¡El agua está tan fría! ¡Pero tranquilicé monos! ¡Ahora es ya demasiado tarde, siempre será demasiado tarde! ¡Felizmente!










Notas

[1] Alude a la forma fisse (j'en fisse ma société) que, si bien correcta, es anómala en la conversación corriente.
[2] Pierre, en francés significa igualmente "Pedro" y "pie dra".

No hay comentarios:

Publicar un comentario