Paulo Freire
"Cartas a quien pretende enseñar"
Ningún tema puede ser más adecuado como objeto de esta primera carta para quien se atreve enseñar que el significado crítico de ese acto, así como el significado igualmente crítico de aprender. Es que el enseñar no existe sin el aprender, y con esto quiero decir más de lo que diría si dijese que el acto de enseñar exige la existencia de quien enseña y de quien aprende. Quiero decir que el enseñar y el aprender se van dando de manera tal que por un lado, quien enseña aprende por que reconoce un conocimiento antes aprendido y, por el otro, porque observando la manera como la curiosidad del alumno aprendiz trabaja para aprehender lo que se le está enseñando, sin lo cual no aprende, el educador se ayuda a descubrir dudas, aciertos y errores. El aprendizaje del educador, al enseñar, no se da necesariamente a través de la rectificación de los errores que comete el aprendiz. El aprendizaje del educador al educar se verifica en la medida que el educador humilde y abierto se encuentre permanentemente disponible para repensar lo pensado, revisar sus posiciones ; en que busca involucrarse con la curiosidad del alumno y los diferentes caminos y senderos que ella lo hace recorrer. Algunos de esos caminos y algunos de esos senderos que a veces recorre la curiosidad casi virgen de los alumnos están cargados de sugerencias, de preguntas que el educador nunca había percibido antes. Pero ahora, al enseñar, no como un burócrata de la mente sino reconstruyendo los caminos de la curiosidad - razón por la que su cuerpo consciente, sensible, emocionado, se abre a las adivinaciones de los alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad- el educador que actué así tiene un momento rico de su aprender en el acto de enseñar. El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar siendo enseñado. No obstante, el hecho de que el enseñar enseña al educador a enseñar un cierto contenido, no debe significar en modo alguno que el educador se aventure a enseñar sin la competencia necesaria para hacerlo. Eso no lo autoriza a enseñar lo que no sabe. La responsabilidad ética, política y profesional del educador le impone el deber de prepararse, de capacitarse, de graduarse antes de iniciar su actividad docente. Esa actividad exige que su preparación, su capacitación y su graduación se transformen en procesos permanentes. Su experiencia docente, si es bien percibida y bien vivida ,va dejando claro que requiere una capacitación permanente del educador. Capacitación que se basa en el análisis crítico de su práctica. Partamos de la experiencia de aprender, de conocer, por parte de quien se prepara para la tarea docente, que necesariamente implica el estudiar. Obviamente, no es mi intención escribir prescripciones que deban ser seguidas rigurosamente, lo que significaría una contradicción frontal con todo lo que he dicho hasta ahora. Por el contrario, lo que aquí me interesa de acuerdo con el espíritu del libro en sí, es desafiar a sus lectores y lectoras sobre ciertos puntos o aspectos, insistiendo en que siempre hay algo diferente para hacer en nuestra vida educativa cotidiana, ya sea que participemos en ella como aprendices y por lo tanto educadores, o como educadores y por eso aprendices también. No me gustaría dar la impresión, sin quererlo, de estar dejando absolutamente clara la cuestión del estudiar, del leer, del observar, del reconocer las relaciones entre los objetos para reconocerlos .Estoy intentando aclarar algunos puntos que merecen nuestra atención en la comprensión crítica de estos procesos. Comencemos por estudiar, que al incluir el enseñar del educador, incluye también por un lado el aprendizaje anterior y concomitante de quien enseña y el aprendizaje del principiante que se prepara para enseñar en la mañana o rehace su saber para enseñar mejor hoy, y por otro lado el aprendizaje de quien, a un niño, se encuentra en los comienzos de su educación. Como preparación del sujeto para aprender, estudiar es en primer lugar un quehacer crítico, creador, recreador, no importa si yo me comprometo con él a través de la lectura de un texto que trata o discute un cierto contenido que me ha sido propuesto por la escuela o si lo realizo partiendo de una reflexión crítica sobre cierto receso social o natural, y como necesidad de la propia reflexión me conduce a la lectura de textos que mi curiosidad y experiencia intelectual me sugieren o que me son sugeridos por otros . Siendo así, en el nivel de una posición crítica que no dicotomiza el saber del sentido común del otro saber, más sistemático o de mayor exactitud, sino que busca una síntesis de los contrarios, el acto de estudiar siempre implica el de leer, aunque no se agote en éste. De leer el mundo, de leer la palabra y así leer la lectura del mundo hecha anteriormente. Pero leer no es mero entretenimiento ni tampoco es un ejercicio de memorización mecánica ciertos fragmentos de texto. Si en realidad estoy estudiando, estoy leyendo seriamente , no puedo pasar una página si no he conseguido alcanzar su significado con relativa claridad. Mi salida no es memorizar trozos de texto leyéndolos mecánicamente dos, tres o cuatro veces y luego cerrando los ojos y tratando de repetirlos como si su fijación puramente maquinal me brindase el conocimiento que necesito. Leer es una opción inteligente, difícil, exigente, pero gratificante. Nadie lee o estudia auténticamente si no asume, frente al texto o al objeto de la curiosidad, la forma crítica del ser o de estar siendo sujeto de la curiosidad, sujeto de la lectura, sujeto del proceso de conocer en el que se encuentra. Leer es procurar o buscar crear la comprensión de lo leído; de ahí la importancia de la enseñanza correcta de la lectura y de la escritura, entre otros puntos fundamentales. Es que enseñar a leer es comprometerse con una experiencia creativa alrededor de la comprensión. De la comprensión y de la comunicación .Y la experiencia de la comprensión será tanto más profunda cuanto más capaces seamos de asociar en ella –jamás dicotomizar- los conceptos que emergen en la experiencia escolar procedentes del mundo de lo cotidiano. Un ejercicio crítico siempre exigido por la lectura y necesariamente por la escritura es el de cómo franquear fácilmente el pasaje de la experiencia sensorial, característica de lo cotidiano, a la generalización que se opera en el lenguaje escolar, y de éste a lo concreto tangible. Una de las formas para realizar este ejercicio consiste en la practica a la que me vengo refiriendo como “lectura de la lectura anterior del mundo”,entiendo aquí como “lectura del mundo” la “lectura” que antecede a la lectura de la palabra y que persiguiendo igualmente la comprensión del objeto se hace en el dominio de lo cotidiano. La lectura de la palabra ,haciéndose también búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo .Lo que me parece fundamental dejar bien en claro es que la lectura del mundo que se hace a partir de la experiencia sensorial no es suficiente . Pero por otro lado tampoco puede ser despreciada como inferior por la lectura hecha a partir del mundo abstracto de los conceptos y que va de la generalización a lo tangible. En cierta ocasión una alfabetizadota nordestina discutía, en su círculo de la cultura una codificación que representaba a un hombre que, trabajando el barro, creaba un jarro con las manos. Discutían sobre lo que es la cultura a través de la “lectura” de una serie de codificaciones, que en el fondo son representaciones de la realidad concreta. El concepto de cultura había sido aprehendido por el grupo a través del esfuerzo de comprensión que caracteriza la lectura del mundo y/o de la palabra. En su experiencia anterior, cuya memoria ella guardaba en su interior, su comprensión del proceso en el que el hombre, trabajando con el barro, creaba el jarro, comprensión gestada sensorialmente, le decía que hacer el jarro era una forma de trabajo con la cual, concretamente, se mantenía. Así como el jarro no era sino el objeto, producto del trabajo, que una vez vendido posibilitaba su vida y la de su familia. Ahora bien, yendo un poco mas allá de la experiencia sensorial, superándola un poco, daba un paso fundamental: alcanzaba la capacidad de generalizar que caracteriza a la “experiencia escolar”. Crear el jarro a través del trabajo transformador sobre el barro no era sólo la forma de sobrevivir sino también de hacer cultura, de hacer arte. Fue por eso por lo que, releyendo su anterior lectura del mundo y de los quehaceres en el mundo, aquella alfabetizadora nordestina dijo segura y orgullosa: “Hago cultura. Hago esto.” En otra ocasión presencié una experiencia semejante desde el punto de vista de la inteligencia del comportamiento de las personas. Ya me he referido a este hecho en otro trabajo anterior pero no hace mal que ahora lo retome. Estaba yo en la isla de Sau Tomé, en África Occidental, en el folgo de Guinea. Participaba en el primer curso de capacitación para alfabetizadotes junto a educadores y educadoras nacionales. Un pequeño pueblo de la región pesquera llamado Porto Mont había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sido escogido por el equipo nacional como centro de las actividades de capacitación. Yo ya había sugerido a los miembros del equipo nacional que la capacitación de los educadores y de las educadoras no se efectuase siguiendo ciertos métodos tradicionales que separan la teoría de la práctica. Ni tampoco a través de ningún tipo de trabajo dicotomizante de la teoría de la practica que menospreciase la teoría, negándole toda importancia y enfatizando exclusividad la práctica como la única valedera, o bien negase la práctica atendiendo exclusivamente a la teoría. Por el contrario, mi intención era que desde el comienzo del curso viviésemos la relación contradictoria que hay entre la teoría y la práctica, la cual será objeto de análisis en una de mis cartas. Por esta razón yo rechazaba cualquier forma de trabajo en que reservasen los primeros momentos del curso para las exposiciones llamadas teóricas, sobre el tema fundamental de la capacitación de los futuros educadores y educadoras. Momento éste para los discursos de algunas personas, consideradas como las más capaces para hablarles a los otros. Mi convicción era otra. Pensaba en una forma de trabajo en que en una misma mañana se hablase de algunos conceptos-clave-codificación y descodificación, por ejemplo-como si estuviésemos en un momento de presentaciones, sin pensar ni por un instante para dominar la comprensión de los mismos. Eso lo lograría la discusión crítica sobre la práctica en que iban a iniciarse. Así, la idea básica, aceptada y puesta en práctica, era la de que los jóvenes que se preparasen para la tarea de educadoras y educadores populares debían coordinar las discusiones sobre codificaciones en un círculo de cultura de veinticinco participantes. Los participantes del círculo de cultura tenían conciencia de que se trataba de un trabajo de capacitación de educadores. Antes del comienzo se discutió con ellos su tarea política-la de ayudarnos en el esfuerzo de capacitación sabiendo que iban a trabajar con jóvenes en pleno proceso de capacitación. Sabían que ellos, así como los jóvenes que iban a ser capacitados, diferencia que los separaba radicaba en que los participantes solamente leían el mundo, mientras que los jóvenes que leían la palabra. Sin embargo, jamás habían discutido una codificación en esa forma ni habían tenido la más mínima experiencia de alfabetización con nadie. En cada tarde del curso, con dos horas de trabajo con los veinticinco participantes, cuatro candidatos asumían la dirección de los debates. Los responsables del curso asistían en silencio, sin interferir, tomando sus notas. Al día siguiente, durante el seminario de evaluación y capacitación de cuatro horas, se discutían las equivocaciones, los errores y los aciertos de los candidatos en presencia de todo el grupo, desocultándose entre ellos, la teoría que se encontraba en su práctica. Difícilmente se repetían los errores y las equivocaciones que se habían cometido y que habían sido analizados. La teoría emergía empapada de la práctica vivida. Fue precisamente en una codificación que retrataba a Porto Mont, con sus casitas alineadas a la orilla de la playa frente al mar y con un pescador que dejaba su barco con un pescado en la mano, cuando dos de los participantes se levantaron como si se hubiesen puesto de acuerdo y caminaron hasta una ventana de la escuela en la que estábamos, y mirando a Porto Mont allá a lo lejos dijeron, volviéndose nuevamente hacia la codificación que representaba al pueblo: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.” Hasta entonces, su “lectura” del lugar, de su mundo particular, una “lectura” hecha demasiado próxima del “texto”, que era el contexto del pueblo, no les había permitido ver a Porto Mont como realmente era. Había cierta “Opacidad” que cubría y encubría a Porto Mont. La experiencia que estaban realizando de “tomar distancia” del objeto, en este caso de la codificación de Porto Mont, les permitía una nueva lectura más fiel al “texto”, vale decir, al contexto de Porto Mont. La “toma de distancia” que la “lectura” de la codificación les permitió, les posibilito o los aproximó más a Porto Mont como “texto” que está siendo leído. Esa nueva lectura rehizo la lectura anterior, por eso dijeron: “Sí, Porto Mont es exactamente así, y nosotros no lo sabíamos.” Inmersos en la realidad de su pequeño mundo, no eran capaces de verla. “Tomando distancia” de ella emergieron y, así, la vieron como jamás la habían visto hasta entonces. Estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea. Es por eso también por lo que enseñar no puede ser un simple proceso, como he dicho tantas veces, de transferencia de conocimientos del educador al aprendiz. Transferencia mecánica de la que resulta la memorización mecánica que ya he criticado. Al estudio crítico corresponde una enseñanza igualmente crítica que necesariamente requiere una forma crítica de comprender y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo, la lectura del texto y la lectura del contexto. La forma crítica de comprende y de realizar la lectura de la palabra y la lectura del mundo esta, por un lado, en la negociación del lenguaje simple, “desarmado” ingenuo; en su no desvalorización por conformarse de conceptos creados en lo cotidiano, en el mundo de la experiencia sensorial; y por el otro en el rechazo de lo que se llama “lenguaje difícil”, imposible por que se desarrolla alrededor de conceptos abstractos. Por el contrario, la forma crítica de comprender y de realizar la lectura del texto y la del contexto no excluye ninguna de las dos formas de lenguaje o de sintaxis. Reconoce incluso que el escritor que utiliza el lenguaje científico, académico al tiempo que debe tratar de ser más accesible, menos cerrado, más claro, menos difícil, más simple, no puede ser simplista. Nadie que lee, que estudia, tiene el derecho de abandonar la lectura de un texto como difícil, por el hecho de no haber entendido lo que significa la palabra epistemología, por ejemplo. Así como un albañil no puede prescindir de un conjunto de instrumentos de trabajo, sin los cuales no levantará las paredes de la casa que está construyendo, del mismo modo el lector estudioso precisa de ciertos instrumentos fundamentales son los cuales no puede leer o escribir con eficiencia. Diccionarios, entre ellos el etimológico, el filosófico, el de sinónimos y antónimos, manuales de conjugación de los verbos, de los sustantivos y adjetivos, enciclopedias. La lectura comparativa de texto de otro autor que trate el mismo tema y cuyo lenguaje sea menos complejo. Usar estos instrumentos de trabajo no es una pérdida de tiempo como muchas veces se piensa. El tiempo que yo utilizo, cuando leo y escribo o cuando escribo y leo, consultando enciclopedias y diccionarios, leyendo capítulos o trozos de libros que pueden ayudarme en un análisis más crítico de un tema, es tiempo fundamental de mi trabajo, de mi oficio placentero de leer o de escribir. Como lectores no tenemos derecho a esperar, mucho menos a exigir, que los escritores realicen su tarea-la de escribir-y casi la nuestra-la de comprender lo escrito-explicando lo que quisieron decir con esto o con aquello a cada paso en el texto o en una nota al pie de la página. Su deber como escritores es escribir de un modo simple, escribir ligero, es facilitar, no dificultar, la comprensión del lector, pero no es darle las cosas hechas y prontas. La comprensión de lo que se está leyendo o estudiando no sucede repentinamente como si fuera un milagro. La comprensión es trabajada, forjada por quien lee, por quien estudia, que al ser sujeto de ella, debe instrumentarse para hacerla mejor. Por eso mismo leer, estudiar, es un trabajo paciente, desafiante, persistente. No es tarea para gente demasiado apresurada o poco humilde que, en vez de asumir sus deficiencias prefiere transferirlas al autor o a la autora del libro considerando que es imposible estudiarlo. También hay que dejar bien claro que existe una relación necesaria entre el nivel del contenido del libro y el nivel de capacitación actual del lector. Estos niveles abarcan la experiencia intelectual del autor y del lector. La comprensión de lo que se lee tiene que ver con esa relación. Cuando la distancia entre esos niveles es demasiado grande, cuando uno no tiene nada que ver con el otro, todo esfuerzo en búsqueda de la comprensión es inútil. En este caso, no se está dando la consonancia entre el tratamiento indispensable de los sistemas por parte del autor del libro y la capacidad de aprehensión por parte del lector del lenguaje necesario para este tratamiento. Es por esto por lo que estudiar es una preparación para conocer, es un ejercicio paciente e impaciente de quien, sin pretenderlo todo de una sola vez, lucha para hacerse la oportunidad de conocer. El tema del uso necesario de instrumentos indispensables para nuestra lectura y para nuestro trabajo de escribir, trae a colación el problema del poder adquisitivo del estudiante y de las maestras y maestros en vista de los costos elevados para obtener diccionarios básicos de la lengua, diccionarios filosóficos, etc. El poder consultar todo este material es un derecho que tienen todos los alumnos y los maestros, al que corresponde el deber de las escuelas de hacerles posible la consulta, equipando o creando sus bibliotecas con horarios realistas de estudio. Reivindicar este material es un derecho y un deber de los profesores y de los estudiantes. Me gustaría retomar algo a lo que hice referencia anteriormente: la relación entre leer y escribir, entendidos como procesos que no se pueden separar. Como procesos que deben organizarse de tal modo que leer y escribir sean percibidos como necesarios para algo, como siendo alguna cosa que el niño necesita, como resaltó Vygotsky, y nosotros también. En primer lugar la oralidad antecede a la grafía, pero la trae en sí desde el primer momento en que los seres humanos se volvieron socialmente capaces de ir expresándose a través de símbolos que decían algo de sus sueños, de sus miedos, de su experiencia social, de sus esperanzas, de sus prácticas. Cuando aprendemos a leer, lo hacemos sobre lo escrito por alguien que antes aprendió a leer y escribir. Al aprender a leer nos preparamos para, a continuación, escribir el habla que socialmente construimos. En las culturas letradas, si no se sabe leer ni escribir no se puede estudiar, tratar de conocer, aprender la sustantividad del objeto, reconocer críticamente la razón de ser del objeto. Uno de los errores que cometemos es el de dicotomizar el leer del escribir, y desde el comienzo de la experiencia en que los niños ensayan sus primeros pasos en la práctica de la lectura y de la escritura, tomamos estos procesos como algo desconectado del proceso general del conocer. Esta dicotomía entre leer y escribir nos acompaña siempre, como estudiantes y como maestros. “Tengo una enorme dificultad para hacer mi tesis. No sé escribir”, es la afirmación común que se escucha en los cursos de postgrado en que he participado. En el fondo, esto lamentablemente revela cuán lejos estamos de una comprensión crítica de lo que es estudiar y de lo que es enseñar. Es preciso que nuestro cuerpo, que se va haciendo socialmente actuante, consciente, hablante, lector y “escritor”, se adueñe críticamente de su forma de ir siendo lo que forma parte de su naturaleza, constituyéndose histórica y socialmente. Esto quiere decir que es necesario no sólo que nos demos cuenta de cómo estamos siendo, sino que nos asumamos plenamente como esos “seres programados para aprender” de los que nos habla Francois Jacob. Resulta necesario, entonces, que aprendamos a aprender, vale decir, que entre otras cosas le demos al lenguaje oral y escrito, a su uso, la importancia que le viene siendo reconocida científicamente. A los que estudiamos, a los que enseñamos-y por eso también estudiamos- se nos impone junto con la necesaria lectura de textos, la redacción de notas, de fichas de lectura, la redacción de pequeños textos sobre las lecturas que realizamos. La lectura de buenos escritores, de buenos novelistas, de buenos poetas, de científicos, de filósofos que no temen trabajar su lenguaje en la búsqueda de la belleza, de la simplicidad y de la claridad. Si nuestras escuelas, desde la más tierna edad des sus alumnos, se entregasen al trabajo de estimular en ellos el gusto por la lectura y la escritura, y ese gusto continuase siendo estimulado durante todo el tiempo de su escolaridad, posiblemente habría un número bastante menor de posgraduados hablando de su inseguridad o de su incapacidad para escribir. Si el estudiar no fuese para nosotros casi siempre una carga, si leer no fuese unan obligación amarga que hay que cumplir, si por el contrario estudiar y leer fuesen fuente de alegría y placer, de la que surge también el conocimiento indispensable con el cual nos movemos mejor en el mundo, tendríamos índices que revelarían una mejor calidad en nuestra educación. Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin detenerse jamás. La lectura de Piaget, de Vygotsky, de Emilia Ferreiro, de Madalena F. Weffort, entre otros, así como la lectura de especialistas que no tratan propiamente de la alfabetización sino del proceso de lectura, como Marisa Lajolo y Ezequiel T. da Silva, son de importancia indiscutible. Pensando en la relación de intimidad entre pensar, leer y escribir, y en la necesidad que tenemos de vivir intensamente esa relación, yo sugeriría a quien pretenda experimentarla rigurosamente que se entregue a la tarea de escribir algo por lo menos tres veces por semana. Una nota sobre una lectura, un comentario sobre algún suceso del cual tomó conocimiento por la prensa, por la televisión, no importa. Una carta para un destinatario inexistente. Resulta muy interesante fechar los pequeños textos y guardarlos para someterlos a una evaluación crítica dos o tres meses después. Nadie escribe si no escribe, del mismo modo que nadie nada si no nada. Al dejar claro que el uso del lenguaje escrito, y por lo tanto de la lectura, está en relación con el desarrollo de las condiciones materiales de la sociedad, estoy subrayando que mi posición no es idealista. Rechazando cualquier interpretación mecanicista de la historia, rechazo igualmente la idealista. La primera reduce la conciencia a la mera copia de las estructuras materiales de la sociedad, la segunda somete todo al todopoderoso de la conciencia. Mi posición es otra. Entiendo que esas relaciones entre la conciencia y mundo son dialécticas. Pero lo que no es correcto es esperar que las transformaciones materiales se procesen para después comenzar a enfrentar correctamente el problema de la lectura y de la escritura. La lectura crítica de los textos y del mundo tienen que ver con su cambio en proceso.
No permita que el miedo a la dificultad lo paralice.
Creo que el mejor punto de partida para este tema es considerar la cuestión de la dificultad, la cuestión de lo difícil, y el miedo que provoca. Se dice que alguna cosa es difícil cuando el hecho de enfrentarla u ocuparse de ella se convierte en algo penoso, es decir, cuando presenta algún obstáculo. “Miedo”, según la definición del Diccionario Aurelico, es un “sentimiento de inquietud frente a la idea de un peligro real o imaginario”. Miedo de no poder franquear las dificultades para finalmente entender un texto. Siempre existe una relación entre el miedo y la dificultad, entre el miedo y lo difícil. Pero en esta relación evidentemente se encuentra también la figura del sujeto que tiene miedo de lo difícil o de la dificultad. El sujeto que le teme a la tempestad, que le teme a la soledad o teme no conseguir franquear las dificultades para entender finalmente el texto, o producir la inteligencia del texto. En esta relación entre el sujeto que teme y la situación u objeto del miedo existe además otro elemento constitutivo que es el sentimiento de inseguridad del sujeto temeroso. Inseguridad para enfrentar el obstáculo. Falta de fuerza física, falta de equilibrio emocional, falta de competencia física, ya sea real o imaginaria del sujeto. La cuestión que aquí se plantea no es negar el miedo, aun cuando el peligro que lo genera sea ficticio. El miedo en sí, sin embargo es concreto. La cuestión que se presenta es la de no permitir que el miedo nos paralice o nos persuada fácilmente de desistir de enfrentar la situación desafiante sin lucha y sin esfuerzo. Frente al miedo, sea lo que fuera, es preciso que primeramente nos aseguremos con objetividad de la existencia de las razones que nos lo provocan. En una segunda instancia, que si éstas existen realmente, las comparemos con las posibilidades de que disponemos para enfrentarlas con probabilidades de éxito. Y por ultimo, que podemos hacer para, si éste es el caso, aplazando el enfrentamiento del obstáculo, volvernos más capaces de hacerlo mañana. Con estas reflexiones quiero subrayar que lo difícil o la dificultad está siempre relacionada con la capacidad de respuesta del sujeto que, frente a lo difícil y a la evaluación de sí mismo en cuanto a la capacidad de respuesta, tendrá más o menos miedo o ningún miedo infundado o, reconociendo que el desafío sobrepasa los límites del miedo, se hunda en el pánico. El pánico es el estado de espíritu que paraliza al sujeto frente a un desafío que reconoce sin ninguna dificultad como absolutamente superior a cualquier intento de respuesta: Tengo miedo de la soledad y me siento en pánico en una ciudad asolada por la violencia de un terremoto. Aquí me gustaría ocuparme solamente de las reflexiones en torno al miedo de no comprender un texto cuya inteligencia precisamos en el proceso de conocimiento en el que estamos insertos en nuestra capacitación. El miedo paralizante que nos vence aun antes de intentar, más enérgicamente, la comprensión del texto. Si tomo un texto cuya comprensión debo trabajar, necesito saber: a) Si mi capacidad de respuesta está a la altura del desafío, que es el texto que debe ser comprendido. b) Si mi capacidad de respuesta es menor o c) Si mi capacidad de respuesta es mayor.
Si mi capacidad de respuesta es menor, no puedo ni debo permitir que mi miedo de no entender me paralice y, considerando mi tarea como imposible de ser realizada, simplemente la abandone. Si mi capacidad de respuesta es menor que las dificultades de comprensión del texto debo tratar de superar por lo menos algunas de las limitaciones que me dificultan la tarea con la ayuda de alguien y no sólo con la ayuda del profesor o la profesora que me indicó la lectura. A veces la lectura de un texto exige alguna convivencia anterior con otro que nos prepara para un paso posterior. Uno de los errores más terribles que podemos cometer mientras estudiamos, como alumnos o maestros, es retroceder frente al primer obstáculo con que no enfrentamos. Es el de no asumir la responsabilidad que nos impone la tarea de estudiar, como se impone cualquier otra tarea a quien deba realizarla. Estudiar es un quehacer exigente en cuyo proceso se da una sucesión de dolor y placer, de sensación de victoria, de derrota, de dudas y alegría. Pero por lo mismo estudiar implica la formación de una disciplina rigurosa que forjamos en nosotros mismos, en nuestro cuerpo consciente. Esta disciplina no puede sernos dada ni impuesta por nadie –sin que eso signifique desconocer la importancia del papel del educador en su creación. De cualquier manera, o somos sujetos de ella, o ella se vuelve una mera yuxtaposición a nuestro ser. O nos adherimos al estudio como un deleite y lo asumimos como una necesidad y un placer o el estudio es una pura carga, y como tal, la abandonamos en la primera esquina. Cuanto más asumimos esta disciplina tanto más nos fortalecemos para superar algunas amenazas que la acechan y por lo tanto a la capacidad de estudiar eficazmente. Una de esas amenazas, por ejemplo, es la concesión que nos hacemos a nosotros mismos de no consultar ningún instrumento auxiliar de trabajo como diccionarios, enciclopedias, etc. Deberíamos incorporar a nuestra disciplina intelectual el hábito de consultar estos instrumentos a tal punto que sin ellos nos resulte difícil estudiar. Huir frente a la primera dificultad es permitir que el miedo de no llegar a un buen fin en el proceso de inteligencia del texto nos paralice. De ahí a acusar al autor o a la autora de incomprensible existe sólo un paso. Otra amenaza al estudio serio, que se transforma en una de las formas más negativas de huir de la superación de las dificultades que enfrentamos y ya no del texto en sí mismo, es la de proclamar la ilusión de que estamos entendiendo, sin poner a prueba nuestra afirmación. No tengo por qué avergonzarme por el hecho de no estar comprendiendo algo que estoy leyendo. Sin embargo, si el texto que no estoy comprendiendo forma parte de una relación bibliografiíta que es vista como fundamental, hasta que yo perciba y concuerde o no con que es realmente fundamental, debo superar las dificultades y entender el texto. No es exagerado repetir que el leer, como estudio, no es pasear libremente por las frases, las oraciones y las palabras sin ninguna preocupación por saber hacia donde ellas nos pueden llevar. Otra amenaza para el cumplimiento de la tarea difícil y placentera de estudiar que resulta de la falta de disciplina de la que ya he hablado es la tentación que nos acosa, mientras leemos, de dejar la pagina impresa y volar con la imaginación bien lejos. De pronto, estamos físicamente con el libro frente a nosotros y lo leemos apenas maquinalmente. Nuestro cuerpo está aquí pero nuestro gusto está en una playa tropical y distante. Así es realmente imposible estudiar. Debemos estar prevenidos para el hecho de que raramente un texto se entrega fácilmente a la curiosidad del lector. Por otro lado, no es cualquier curiosidad la que penetra o se adentra en la intimidad del texto para desnudar sus verdades, sus misterios, sus inseguridades, sino la curiosidad epistemológica –la que al tomar distancia del objeto se “aproxima” a él con el ímpetu y el gusto de descubrirlo. Pero esa curiosidad fundamental aun no es suficiente. Es preciso que al servirnos de ella, que nos “aproxima” al texto para su examen, también nos demos o nos entreguemos a él. Para esto, es igualmente necesario que evitemos otros miedos que el cientificismo nos ha inoculado. Por ejemplo, el miedo de nuestros sentimientos, de nuestras emociones, de nuestros deseos, el miedo de que nos echen a perder nuestra cientificidad. Lo que yo sé, lo sé con todo mi cuerpo: con mi mente crítica, pero también con mis sentimientos, con mis intuiciones, con mis emociones. Lo que no puedo es detenerme satisfecho en el nivel de los sentimientos, de las emociones, de las intuiciones. Debo someter a los objetos de mis intuiciones a un tratamiento serio, riguroso, pero jamás debo despreciarlos. En última instancia, la lectura de un texto es una transacción entre el sujeto lector y el texto, como mediador del encuentro del lector con el autor del texto. Es una composición entre el lector y el autor en la que el lector, esforzándose con lealtad en el sentido de no traicionar el espíritu del autor, “reescribe” el texto. Y resulta imposible hacer esto sin la comprensión crítica del texto que por su lado exige la superación del miedo a la lectura y se va dando en el proceso de creación de aquella disciplina intelectual de la que he hablado antes. Insistamos en la disciplina referida. Ella tiene mucho que ver con la lectura, y por lo tanto con la escritura. No es posible leer sin escribir, ni escribir sin leer. Otro aspecto importante, y que desafía aun mas al lector como “recreador” del texto que lee, es que la comprensión del texto no esta depositada, estática, inmovilizada en sus páginas a la espera de que el lector la desoculte. Si fuese así definitivamente, no podríamos decir que leer críticamente es “reescribir” lo leído. Es por esto por lo que antes he hablado de la lectura como composición entre el lector y el autor, en la que el significado más profundo del texto también es creación del lector. Este punto nos lleva a la necesidad de la lectura también como experiencia dialogica, en la que la discusión del texto realizada por sujetos lectores aclara, ilumina y crea la comprensión grupal de lo leído. En el fondo, la lectura en grupo hace emerger diferentes puntos de vista que, exponiéndose los unos a los otros, enriquecen la producción de la inteligencia del texto. Entre las mejores prácticas de lectura que he tenido dentro y fuera de Brasil yo citaría las que realicé coordinando grupos de lectura sobre un texto. Lo que he observado es que la timidez frente a la lectura o el propio miedo tienden a ser superados y se liberan los intentos de invención del sentido del texto y no sólo de su descubrimiento. Obviamente que antes de la lectura en grupo y como preparación para ella, cada estudiante realiza su lectura individual. Consulta tal o cual instrumento auxiliar. Establece esta o aquella interpretación de uno u otro de los fragmentos de la lectura. El proceso de creación de la comprensión de lo que se va leyendo va siendo construido en el dialogo entre los diferentes puntos de vista en torno al desafió, que es el núcleo significativo del autor. Como autor, yo estaría más que satisfecho si llegara a saber que este texto provoca algún tipo de lectura comprometida, como aquellas en las que vengo insistiendo a lo largo de este libro, entre sus lectores y lectoras. En el fondo, ése debe ser el sueño legítimo de todo autor –ser leído, discutido, criticado, mejorado, reinventado por sus lectores.
Pero volvamos un poco a este aspecto de la lectura crítica según el cual el lector se hace o se va haciendo igualmente productor de la inteligencia del texto. El lector será tanto mas productor de la compresión del texto cuando mas se haga realmente un aprehensor de la compresión del autos. El produce la inteligencia del texto en la medida en que ella se vuelve conocimiento que el lector ha creado y no conocimiento que le fue yuxtapuesto por la lectura del libro. Cuando yo aprehendo la compresión del objeto en ves de memorizar el perfil del concepto del objeto, yo conozco al objeto, yo produzco el conocimiento del objeto. Cuando el lector alcanza críticamente la inteligencia del objeto del que habla el autor, el lector conoce la inteligencia del texto y se transforma en coautor de esta inteligencia. No habla de ella como quien solo ha oído hablar de ella. El lector ha trabajado y retrabajado la inteligencia del texto porque esta no estaba allí inmovilizada esperándolo. En esto radica lo difícil y lo apasionante del acto de leer. Desdichadamente, lo que se viene practicando en la mayoría de las escueles es llevar a los alumnos a ser pasivos con el texto. Los ejercicios de interpretación de la lectura tienden a ser casi su copia oral. El niño percibe tempranamente que su imaginación no juega: es algo casi prohibido, una especie de pecado. Por lo tanto, su capacidad cognoscitiva es desafiada de manera distorsionada. El niño nunca es invitado, por un lado, a revivir imaginativamente la historia contada en el libro; y por el otro, a apropiarse poco a poco del significado del contexto del texto. Ciertamente, seria a través de la experiencia de recontar la historia, dejando libres su imaginación, sus sentimientos, suS sueños y sus deseo para crear, como el niño acabaría arriesgándose a producir la inteligencia mas compleja de los textos. No se hace nada o casi nada en el sentido de despertar y mantener encendida, viva, curiosa, la reflexión conscientemente, vale decir, la lectura capaz de desdoblarse en la reescritura del texto leído. Esa curiosidad, que el maestro o la maestra necesitan estimular en el alumno, contribuye decisivamente a la producción del conocimiento del contenido del texto, el que a su vez se vuelve fundamental para la creación de su significado. Es muy cierto que sui el contenido de la lectura tiene que ver con un dato concreto de la realidad social y histórica o de la biología, por ejemplo, la interpretación de la lectura no puede traicionar el dato concreto. Pero no significa que el estudiante lector deba memorizar textualmente lo leído y repetir mecánicamente el discurso del autor. Esto seria una “lectura bancaria” en la que el lector “comería” el contenido del texto del autor con la ayuda del “maestro nutricionista”. Insisto en la importancia indiscutible de la educadora en el aprendizaje de la lectura, indicotomizable de la escritura, a la que los educandos deben entregarse. La disciplina de mapear temáticamente el texto, que no debe ser realizada exclusivamente por la educadora sino también por los educandos, descubriendo interacciones entre unos temas y otros en la continuidad del discurso del autor, el llamado de la atención de los lectores hacia las citas hechas en el texto y el papel de las mismas, la necesidad de subrayar el momento estético del lenguaje del autor , de su dominio del lenguaje, del vocabulario, que implica superar la innecesaria repetición de una misma palabra tres o cuatro veces en una misma pagina del texto. Un ejercicio de mucha riqueza del que he tenido noticia alguna vez, aunque no se realice en la escuela, es el de posibilitar que dos o tres escritores, de ficción o no hablen a los alumnos que los han leído sobre como produjeron sus. Como trabajaron la temática o los desarrollos que envuelven el sus temas, como trabajaron su lenguaje, como persiguieron la belleza en el decir, en el describir, en el dejar algo en suspenso para que el lector ejercite su imaginación. Como jugar con el pasaje de un tiempo al otro en sus historias. En fin, como los escritores se leen así mismo y como leen a otros escritores. Es preciso, ya finalizando, que los educandos, experimentándose cada vez mas críticamente en la tarea de leer y de escribir, perciban las tramas sociales en las que se constituye y se reconstituye el lenguaje, la comunicación y la producción del conocimiento.
De las cualidades indispensables para el mejor desempeño de las maestras y los maestros progresistas.
Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados en la práctica en coherencia con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista. Comenzaré por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros mismos, ánimos acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás. La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: “Prometo Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos”. No, no se trata de eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.
De hecho, no veo como es posible conciliar la adhesión al sueño democrático, la superación de los preconceptos, con la postura no humilde, arrogante, en que nos sentimos llenos de nosotros mismos. Cómo escuchar al otro, cómo dialogar, si sólo me oigo a mi mismo, si sólo me veo a mí mismo, si nadie que no sea yo mismo me mueve o me conmueve. Por otro lado si, siendo humilde, no me minimizo ni acepto que me humillen, estoy siempre abierto a aprender y a enseñar. La humildad me ayuda a no dejarme encerrar jamás en el circuito de mi verdad. Uno de los auxiliares fundamentales de la humildad es el sentido común que nos advierte que con ciertas actitudes estamos cerca de superar el límite a partir del cual nos perdemos. La arrogancia del “¿sabe con quién está hablando?”, la soberbia del sabelotodo incontenido en el gusto de hacer conocido y reconocido su saber, todo esto no tiene nada que ver con la mansedumbre, ni con la apatía, del humilde. Es que la humildad no florece en la inseguridad de las personas sino en la seguridad insegura de los cautos. Es por esto por lo que una de las expresiones de la humildad es la seguridad insegura, la certeza incierta y no la certeza demasiado segura de sí misma. La postura del autoritario, en cambio, es sectaria. La suya es la única verdad que necesariamente debe ser impuesta a los demás. Es en su verdad donde radica la salvación de los demás. Su saber es “iluminador” de la “oscuridad” o de la ignorancia de los otros, que por lo mismo deben estar sometidos al saber y a la arrogancia del autoritario o de la autoritaria. Ahora retomo el análisis del autoritarismo, no importa si de los padres o de las madres, si de los maestros o las maestras. Autoritarismo frente al cual podremos esperar de los hijos o de los alumnos posiciones a veces rebeldes, refractarias a cualquier limite como disciplina o autoridad, pero a veces también apatía, obediencia exagerada, anuencia sin critica o resistencia al discurso autoritario, renuncia a sí mismo, miedo a la libertad. Al decir que del autoritarismo se pueden esperar varios tipos de reacciones entiendo que en el dominio de lo humano, felizmente, las cosas no se dan mecánicamente. De esta manera es posible que ciertos niños sobrevivan casi ilesos al rigor del arbitrio, lo que no nos autoriza a manejar esa posibilidad y a no esforzarnos por ser menos autoritarios, sino en nombre del sueño democrático por lo menos en nombre del respeto al ser en formación de nuestros hijos e hijas, de nuestros alumnos y alumnas. Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que sin una especie de “amor armado”, como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer. Las injusticias, la indiferencia del poder público, expresadas en la desvergüenza de los salarios, en el arbitrio con que son castigadas las maestras y no tías que se rebelan y participan manifestaciones de protesta a través de su sindicato – pero a pesar de esto continúan entregándose a su trabajo con los alumnos. Sin embargo, es preciso que ese amor sea en realidad un “amor armado”, un amor luchador de quien se afirma en el derecho o en el deber de tener el derecho de luchar, de renunciar, de anunciar. Es esta la forma de amar indispensable al educador progresista y que es preciso que todos nosotros aprendamos y vivamos. Pero sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía de amar. La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mi mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica. En primer lugar, cuando hablamos del miedo debemos estar absolutamente seguros de que estamos hablando sobre algo muy concreto. Esto es, el miedo no es una abstracción. En segundo lugar, creo que debemos saber que estamos hablando de una cosa muy normal. Otro punto que me viene a la mente es que, cuando pensamos en el miedo, llegamos a reflexionar sobre la necesidad de ser muy claros respecto a nuestras opciones, lo cual exige ciertos procedimientos y prácticas concretas que son las propias experiencias que provocan el miedo. A medida que tengo más y más claridad sobre mi opción, sobre mis sueños, que son sustantivamente políticos y adjetivamente pedagógicos, en la medida en que reconozco que como educador soy un político, también entiendo mejor las razones por las cuales tengo miedo y percibo cuánto tenemos aun por andar para mejorar nuestra democracia. Es que al poner en práctica un tipo de educación que provoca críticamente la conciencia del educando, necesariamente trabajamos contra algunos mitos que nos deforman. Al cuestionar esos mitos también enfrentamos al poder dominante, puesto que ellos son expresiones de ese poder, de su ideología. Cuando comenzamos a ser asaltados por miedos concretos, tales como el miedo a perder el empleo o a no alcanzar cierta promoción, sentimos la necesidad de poner ciertos limites a nuestros miedo. Antes que nada reconocemos que sentir miedo es manifestación de que estamos vivos. No tengo que esconder mis temores. Pero lo que no puedo permitir es que mi miedo me paralice. Si estoy seguro de mi sueño político, debo continuar mi lucha con tácticas que disminuyan el riesgo que corro. Por eso es tan importante gobernar mi miedo, educar mi miedo, de donde nace finalmente mi valentía. Es por eso por lo que no puedo por un lado negar mi miedo y por el otro abandonarme a él, sino que preciso controlarlo, y es en el ejercicio de esta práctica donde se va construyendo mi valentía necesaria. Es por esto por lo que hay miedo sin valentía, que es el miedo que nos avasalla, que nos paraliza, pero no hay valentía sin miedo, que es el miedo que, “hablando” de nosotros como gente, va siendo limitado, sometido y controlado. Otra virtud es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una experiencia democrática autentica: sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el juego del “hagamos de cuenta”. Ser tolerante no significa ponerse en connivencia con lo intolerable, no es encubrir lo intolerable, no es amansar al agresor ni disfrazarlo. La tolerancia es la virtud que nos enseña a convivir con lo que es diferente. A aprender con lo diferente, a respetar lo diferente. En un primer momento parece que hablar de tolerancia es casi como hablar de favor. Es como si ser tolerante fuese una forma cortes, delicada, de aceptar o tolerar la presencia muy deseada de mi contrario. Una manera civilizada de consentir en una convivencia que de hecho me repugna. Eso es hipocresía, no tolerancia. Y la hipocresía es un defecto, un desvalor. La tolerancia es una virtud. Por eso mismo si la vivo, debo vivirla como algo que asumo. Como algo que me hace coherente como ser histórico, inconcluso, que estoy siendo en una primera instancia, y en segundo lugar, con mi opción político-democrática. No veo como podremos ser democráticos, sin experimentar, como principio fundamental, la tolerancia y la convivencia con lo que nos es diferente. Nadie aprende tolerancia en un clima de irresponsabilidad en el cual no se hace democracia. El acto de tolerar implica el clima de establecer límites, de principios que deben ser respetados. Es por esto por lo que la tolerancia no es la simple connivencia con lo intolerable. Bajo el régimen autoritario, en el cual se exacerba la autoridad, o bajo el régimen licencioso, en el que la libertad no se limita, difícilmente aprenderemos la tolerancia. La tolerancia requiere respeto, disciplina, ética. El autoritario, empapado de prejuicios sobre el sexo, las clases, las razas, jamás podrá ser tolerante si antes no vence sus prejuicios. Es por esto por lo que el discurso progresista del prejuiciado, en contraste con su practica, es un discurso falso. Es por esto también por lo que el cientificista es igualmente intolerante, porque toma o entiende la ciencia como la verdad ultima y nada vale fuera de ella, pues es ella la que nos da la seguridad de la que no se puede dudar. No hay como ser tolerantes si estamos inmersos en el cientificismo, cosa que no debe llevarnos a la negación de la ciencia. Me gustaría ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas. La capacidad de decisión de la educadora es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la difícil virtud de la decisión. Difícil en la medida en que decidir significa romper para optar. Ninguno decide a no ser por una cosa contra la otra, por un punto contra otro, por una persona contra otra. Es por esto por lo que toda opción que sigue a una decisión exige una meditada evaluación en el acto de comparar para optar por uno de los posibles polos, personas o posiciones. Y es la evaluación, con todas las implicaciones que ella genera, la que finalmente me ayuda a optar. Decisión es ruptura no siempre es fácil de ser vivida. Pero no es posible existir sin romper, por mas difícil que nos resulte romper. Una de las deficiencias de una educadora es la incapacidad de decidir. Su indecisión, que los educandos interpretan como debilidad moral o como incompetencia profesional. La educadora democrática, solo por ser democrática, no puede anularse; al contrario, si no puede asumir sola la vida de su clase tampoco puede, en nombre de la democracia, huir de su responsabilidad de tomar decisiones. Lo que no puede es ser arbitraria en las decisiones que toma. El testimonio de no asumir su deber como autoridad, dejándose caer en la licencia, es sin duda mas funesto que el de extrapolar los limites de su autoridad. Hay muchas ocasiones en que el buen ejemplo pedagógico, en la dirección de la democracia, es tomar la decisión junto con los alumnos después de analizar el problema. En otros momentos en los que la decisión a tomar debe ser de la esfera de la educadora, no hay por qué no asumirla, no hay razón para omitirse. La indecisión delata falta de seguridad, una cualidad indispensable a quien sea que tenga la responsabilidad del gobierno, no importa si de una clase, de una familia, de una institución, de una empresa o del Estado. Por su parte la seguridad requiere competencia científica, claridad política e integridad ética. No puedo estar seguro de lo que hago si no sé cómo fundamentar científicamente mi acción o si no tengo por lo menos algunas ideas de lo que hago, por qué lo hago y para qué lo hago. Si sé poco o nada sobre en favor de qué o de quién, en contra de qué o de quién hago lo que estoy haciendo o haré. Si esto no me conmueve para nada, si lo que hago hiere la dignidad de las personas con las que trabajo, si las expongo a situaciones bochornosas que puedo y debo evitar mi insensibilidad ética, mi cinismo me contraindican para encarnar la tarea del educador. Tarea que exige una forma críticamente disciplinada de actuar con la que la educadora desafía a sus educandos. Forma disciplinada que tiene que ver, por un lado, con la competencia que la maestra va revelando a sus educandos, discreta y humildemente, sin quehaceres arrogantes, y por el otro con el equilibrio con el que la educadora ejerce su autoridad – segura, lúcida, determinada. Nada de eso, sin embargo, puede concretarse si a la educadora le falta el gusto por la búsqueda permanente de la justicia. Nadie puede prohibirle que le guste mas un alumno que otro por n razones. Es un derecho que tiene. Lo que ella no puede es omitir el derecho de los otros a favor de su preferido. Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría con que entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de espontaneismo, con lo que niega su sueño democrático. La paciencia desacompañada puede conducir a la inmovilidad, a la inacción. La impaciencia por sí sola, por otro lado, puede llevar a la maestra a un activismo ciego, a la acción por si misma, a la práctica en que no se respetan las relaciones necesarias entre la táctica y la estrategia. La paciencia aislada tiende a obstaculizar la consecución de los objetivos de la practica haciéndola “tierna”, “blanda” e inoperante. En la impaciencia aislada amenazamos el éxito de la práctica que se pierde en la arrogancia de quien se juzga dueño de la historia. La paciencia sola se agota en el puro blablablá; la impaciencia a solas en el activismo irresponsable. La virtud no está, pues, en ninguna de ellas sin la otra sino en vivir la permanente tensión entre ellas. Está en vivir y actuar impacientemente paciente, sin que jamás se dé la una aislada de la otra. Junto con esa forma de ser y de actuar equilibrada, armoniosa, se impone otra cualidad que vengo llamando parsimonia verbal. La parsimonia verbal está implicada en el acto de asumir la tensión entre paciencia-impaciencia. Quien vive la impaciente paciencia difícilmente pierde, salvo casos excepcionales, el control de lo que habla, raramente extrapola los limites del discurso ponderado pero enérgico. Quien vive preponderadamente la paciencia, apenas ahora su legitima rabia, que expresa en un discurso flojo y acomodado. Quien por el contrario es sólo impaciencia tiende a la exacerbación en su discurso. El discurso del paciente siempre es bien comportado, mientras que el discurso del impaciente generalmente va más allá de lo que la realidad misma soportaría. Ambos discursos, tanto el muy controlado como el carente de toda disciplina, contribuyen a la preservación del statu quo. El primero por estar mucho más acá de la realidad; el segundo por ir más allá del límite de lo soportable. El discurso y la práctica benevolente del que es sólo o casi todo es posible. Existe una paciencia casi inagotable en el aire. El discurso nervioso, arrogante, incontrolado, irrealista, sin límite, está empapado de inconsecuencia, de irresponsabilidad. Estos discursos no ayudan en nada a la formación de los educandos. Existen además los que son excesivamente equilibrados en su discurso pero de vez en cuando se desequilibran. De la pura paciencia pasan inesperadamente a la impaciencia incontenida, creando en los demás un clima de inseguridad con resultados indiscutiblemente pésimos. Existe un sinnúmero de madres y padres que se comportan así. De una licencia en la que el habla y la acción son coherentes pasan, al día siguiente, a un universo de desatinos y ordenes autoritarias que dejan estupefactos a sus hijos e hijas, pero principalmente inseguros. La ondulación del comportamiento de los padres limita en los hijos el equilibrio emocional que precisan para crecer. Amar no es suficiente, precisamos saber amar. Me parece importante, reconociendo que las reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática. Es dándome por completo a la vida y no a la muerte – lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida – como me entrego, libremente, a la alegría de vivir. Y es mi entrega a la alegría de vivir, sin esconder la existencia de razones para la tristeza en esta vida, lo que me prepara para estimular y luchar por la alegría en la escuela. Es viviendo – no importa si con deslices o incoherencias, pero si dispuesto a superarlos – la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad. La escuela en la que se piensa, en la que se actúa, en la que se crea, en la que se habla, en la que se ama, se adivina la escuela que apasionadamente le dice sí a la vida. Y no la escuela que enmudece y me enmudece. Realmente, la solución más fácil para enfrentar los obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos. “¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada, desatendida. Pues que así sea”. Esta en realidad es la posición más cómoda, pero también es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia al conflicto sin el cual negamos la dignidad de la vida. No hay vida ni existencia humana sin pelea ni conflicto. El conflicto hace nacer nuestra conciencia. Negarlo es desconocer los mínimos pormenores de la experiencia vital y social. Huir de él es ayudar a la preservación del statu quo. Por eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo a ser castigadas – a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus criticas -, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir. Es preciso que luchemos para que estos derechos sean más que reconocidos – respetados y encarnados. A veces es preciso que luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda. Pero a veces también es preciso que luchemos como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los retrógrados, de los tradicionalistas entre los cuales algunos se juzgan progresistas y de los neoliberales para quienes la historia terminó en ellos. ------------------------------------------------------------------------------------
A continuación paso a centrarme en el análisis de la relaciones entre la educadora y los educandos.
Estas incluyen la cuestión de enseñanza, el aprendizaje, del proceso de conocer-enseñar-aprender, de la autoridad, de la libertad, de la lectura, de la escritura, de las virtudes de la educadora, de la identidad cultural de los educandos y del debido respeto hacia ella. Todas estas cuestiones están incluidas en las relaciones entre la educadora y los educandos. Considero el testimonio como un “discurso” coherente y permanente de la educadora progresista. Intentare pensar el testimonio como la mejor manera de llamar la atención del educando hacia la valides de lo que se propone, hacia el acierto de lo que se valora, hacia la firmeza en la lucha, en la búsqueda de la superación de las dificultades. La practica educativa en la que no existe una relación coherente entre lo que la maestra dice y lo que la maestra hace, es un desastre en la practica educativa. ¿Que es lo que se puede esperar para la formación de los educandos de una maestra contra las restricciones de su libertad como parte de la elección de la escuela pero al mismo tiempo cercenan lujuriosamente la libertad de los educandos? Felizmente en el plano humano ninguna explicación mecanicista es capas de elucidar nada. No se puede afirmar que los educandos de tal educadora necesariamente se vuelvan apáticos o vivan en permanente rebelión. Pero que seria mucho mejor para ellos que no se les impusiera semejante diferencia entre lo que dice y lo que hace. Entre el testimonio de decir y el de hacer el mas fuerte es el de hacer porque tiene o puede tener efectos inmediatos. Sin embargo, lo peor para la formación del educando es que frente a ala contradicción entre hacer y decir el Eduardo tiende a no creer lo que la educadora dice. Si hoy ella afirma algo, el espera la próxima acción para detectar la próxima contradicción. Y eso corroe el perfil que la educadora va creando de si misma y revelando a los alumnos. Los niños tienen una sensibilidad enorme para percibir que la maestra hace exactamente lo opuesto de lo que dice. El “has lo que digo y no lo que hago” es un intento casi vano de reparar la contradicción y la incoherencia. “casi vano” porque no siempre lo que se dice y que se contradice con lo que se hace se anula por completo. A veces lo que se dice tiene en si mismo una fuerza tal que lo defiende de la hipocresía de quien aun diciéndolo hace lo contrario. Pero precisamente por estar siendo dicho y no vivido pierde mucho de su fuerza. Quien ve la incoherencia en proceso, bien puede decirse asi mismo: “si esta cosa que se proclama pero al mismo tiempo se niega tan fuertemente en la practica fuese realmente buena, no seria solo una dicha sino vivida.” Una de las cosas más negativas en todo esto es el deterioro de una relación entra de educadora y los educandos. ¿y que decir de la maestra que constantemente testifica debilidad, vacilación, inseguridad, en su relaciones con los educandos? ¿Qué jamás se asume como autoridad en la clase?. Me acuerdo a mi mismo, adolescente lo mal que me hacia presenciar la falta de respeto por si mismo que uno de nuestros profesores, revelaba al ser objeto de burlas de gran parte de los alumnos sin mostrar la menor capacidad para imponer orden. Su clase era la segunda de la mañana y el entraba ya vencido en el salón donde la maldad de algunos adolescentes lo esperaba para fustigarlo, para maltratarlo. Al terminar su remado de clase, no podía dar la espalda al grupo y encaminarse hacia la puerta. La gritería estrepitosa caería sobre el, pesada y áspera, y eso debía congelarlo. Desde el rincón del salón donde yo me sentaba lo veía pálido, disminuido, retrocediendo hasta la puerta, abriéndola rápidamente, desaparecía envuelto en su insoportable debilidad. Guardo en mi memoria de adolescente la figura de aquel hombre falco indefenso, pálido, que cargaba consigo el miedo de aquellos jóvenes que hacían de su debilidad un juguete. Junto al miedo de perder el empleo, el miedo generado por ellos. Mientras presenciaba la ruina de su autoridad, yo, que soñaba con convertirme en maestra, me prometía a mí mismo que jamás entregaría así a la negación de mi propio ser. Ni el todo poderosísimo del maestro autoritario, arrogante, cuya palabra es la ultima. Ni la inseguridad ni la completa falta de presencia y poder de este profesor exhibía. Otro testimonio que no debe faltar en nuestras relaciones los alumnos es el de la permanente disposición a favor de la justicia, de la libertad, del derecho a ser. Nuestra entrega a ala defensa de los mas débiles sometidos a la explotación por los mas fuertes. También es importante en el empeño de todos los días, mostrarles a los alumnos la belleza que existe en la lucha ética. Ética y estética se dan la mano. Que no se diga, sin embargo, que en las zonas de inmensa pobreza, de profundas necesidades, no es posible hacer esas cosas. Las experiencias que vivió personalmente durante tres años la maestra Madalena F. Weffort en una favela de Sao Paulo, donde ella se convirtió plenamente en educadora y pedagoga más que en cualquier otro contexto, fueron experiencias en las que esto fue posible. Ella prepara ahora un libro basado en sus experiencias en un ámbito carente de todo lo que nuestra apreciación y nuestro saber de clase consideran indispensable, pero rico en muchos otros elementos que nuestro saber de clase menosprecia. En él, ciertamente contará y analizará la historia de Carlinha, de la que ya he hablado en un texto mío y que ahora reproduzco. “Rondando la escuela, deambulando por las calles de su belleza, blanco de las burlas de los otros niños, y de los adultos también, vagaba perdida y lo que era peor, pérdida de sí misma, una especie de niña de nadie.” Un día Madalena me dijo que la abuela de la niña la había buscado para pedirle que recibiese a la nieta en la escuela diciendo también que no podría pagar la cuota, casi simbólica, establecida por la dirección popular de la escuela. “No creo que haya problema en relación con la cuota. Sin embargo, tengo una exigencia para poder aceptar a Carlinha en la escuela: que me llegue aquí limpia, bañada y con un mínimo de ropa. Y que venga así todos los días, y no sólo mañana”, le dijo Madalena. La abuela aceptó y prometió que cumpliría. Al día siguiente Carlinha llegó a la escuela completamente cambiada, limpia, cara bonita, facciones descubiertas, confiada. La limpieza, la cara libre de marcas de mugre, resaltaba su presencia en el salón. Carlinha comenzó a confiar en sí misma. La abuela comenzó a creer no sólo en Carlinha sino en sí misma también. Carlinha se descubrió, su abuela se redescubrió. Una apreciación ingenua diría que la intervención de la educadora había sido pequeñoburguesa, elitista, enajenada. Al fin y al cabo, ¿cómo exigirle a una niña de la favela que viniese a la escuela bañada? En realidad, Madalena cumplió con su deber de educadora progresista. Su intervención posibilitó a la niña y a su abuela la conquista de un espacio el de su dignidad en el respeto de los otros. Mañana será más fácil para Carlinha reconocerse también como miembro de toda una clase, la trabajadora, en la búsqueda de mejores días. Sin la intervención democrática del educador o de la educadora no hay educación progresista. Del mismo modo como la maestra pudo intervenir en materia de higiene corporal, materia que se extiende a su vez a la belleza del cuerpo y del mundo, de la que resultó el descubrimiento de Carlinha y el redescubrimiento de su abuela, no veo por qué no se puede intervenir en los problemas a los que antes me refería. Creo que la cuestión fundamental frente a la cual los educadores y las educadoras debemos estar bastante lúcidos, así como cada vez más competentes, es que nuestros educandos son uno de los caminos de los que disponemos para ejercer nuestra intervención en la realidad a corto y largo plazo. En este sentido, y no sólo en éste sino también en otros sentidos, nuestras relaciones con los educandos, a la vez que nos exigen respeto hacia ellos, nos imponen igualmente el conocimiento de las condiciones concretas de su contexto, que lo condiciona. Tratar de conocer la realidad en al que viven nuestros alumnos es un deber que la práctica educativa nos impone: sin esto, no tenemos acceso a su modo de pensar y difícilmente podremos, entonces, percibir lo que saben y cómo lo saben. Estoy convencido de que no existen temas o valores que no se puedan hablar en tal o cual área. Podemos hablar de todo y de todo podemos dar testimonio. El lenguaje que utilizamos para hablar de esto o de aquello y la forma en que testificamos están, sin embargo, atravesados por las condiciones sociales, culturales e históricas del contexto en el que hablamos y damos testimonio. Vale decir que están condicionados por la cultura de clase, por la vida concreta de aquellos con quienes y a quienes hablamos y damos testimonio. Recalquemos la importancia del testimonio de seriedad, de disciplina en el hacer las cosas, de disciplina en el estudio. Testimonio en el cuidado del cuerpo, de la salud. Testimonio en la honradez con que el educador realiza su tarea. En la esperanza con que lucha contra el arbitrio. Las educadoras y de los educadores de este país tienen mucho que enseñar a los niños y niñas, además de los contenidos, sin importar la clase a la que pertenezcan. Tienen mucho enseñar por el ejemplo de combate a favor de los cambios fundamentales que necesitamos, de combate contra el autoritarismo y a favor de la democracia. Nada de esto es fácil pero todo esto se constituye en uno de los frentes de la lucha mayor para la transformación profunda de la sociedad brasileña. Los educadores progresistas precisan convencerse de que no son meros docentes – eso no existe –, puros especialistas de la docencia. Nosotros somos militantes políticos porque somos maestros y maestras. Nuestra tarea no se agota en la enseñanza de la matemática, de la geografía, de la sintaxis o de la historia. Además de la seriedad y la competencia con que debemos enseñar esos contenidos, nuestra tarea exige nuestro compromiso y nuestra actitud a favor de la superación de las injusticias sociales. Es necesario desenmascarar la ideología de cierto discurso neoliberal, a veces llamado modernizador, que hablando del tiempo histórico actual trata de convencernos de que así es la vida. Los más capaces organizan el mundo, producen; los menos capaces sobreviven. Y de que “esa historia de sueños, de utopía y de cambio radical” lo único que hace es dificultar el trabajo incansable de los que realmente producen. Dejémoslos trabajar en paz sin los trastornos que les ocasionan nuestros discursos soñadores y un día habrá un gran excedente para distribuir entre todos. Este discurso inaceptable contra la esperanza, la utopía y el sueño es el que defiende la preservación de una sociedad como la nuestra que funciona para una tercera parte de la población, como si fuese posible soportar por mucho tiempo semejantes diferencias. Lo que me parece que el nuevo tiempo nos plantea es la muerte del sectarismo, pero la vida de la radicalidad. Las posturas sectarias en las que nos pretendemos dueños y señores de la verdad, que no puede ser discutida, ésas sí que – aun cuando se toman en nombre de la democracia – cada vez tienen menos que ver con el nuevo tiempo. En ese sentido, los partidos progresistas no tienen mucho que elegir.O se recrean y se reinventan en la radicalidad en torno a sus sueños o, entregados a los sectarismos castradores, fenecen con su cuerpo sofocado en el figurín stalinista. Vuelven a ser, o no dejan de ser, viejos partidos de izquierda sin alma, condenados a morir de frío. Y es una lástima que exista este riesgo. Pero volvamos a la relación entre educadoras y educandos. A la fuerza y la importancia del testimonio de la educadora como factor de formación para los educandos. De la radicalidad con que actúa, con que decide, más el testimonio queda sin dificultad de que puede y debe rever la posición que asumió, frente a los nuevos elementos que la hicieron cambiar. Y tanto mas eficaz será su testimonio cuanto más lúcida y objetivamente ella deje claro a sus educandos: 1] que cambiar de posición es legítimo 2] las razones que la hicieron cambiar.
No estoy pensando que los educadores y las educadoras deben ser perfectos o santos.Es justamente como seres humanos, con sus valores y sus fallas, como deben dar testimonio de su lucha por la seriedad, por la libertad, por la creación de la disciplina de estudio indispensable de cuyo proceso deben formar parte como auxiliares, puesto que es tarea de los educandos el generarlos en sí mismos. Una vez inaugurado el proceso testimonial por parte del educador, poco a poco los educandos se van asumiendo también. Esta participación efectiva de los educandos es señal de que el testimonio de la educadora está funcionando. Sin embargo, es posible que unos educandos pretendan poner a prueba a la educadora para estar seguros de si ella es coherente o no. Sería un desastre que en esa oportunidad la maestra reaccionase mal ante el desafío. En el fondo la mayoría de los educandos que le ponen a prueba lo hacen ansiosos de que ella no los decepcione. Lo que ellos quieren es que ella confirme que es autentica. Al ponerla a prueba no están buscando su fracaso. Pero también están los que provocan porque quieren el fracaso del educador. Uno de los engaños de la educadora, generado en el seno de su exorbitante autoestima que la hace poco humilde, sería el de sentirse herida por la conducta de los educandos, por no admitir que nadie puede dudar de ella. Humildemente, al contrario, es bueno admitir que todos somos seres humanos y por eso inacabados. No somos perfectos ni infalibles. Recuerdo la experiencia que tuve cuando apenas llegaba del exilio, con un grupo de estudiantes de posgrado de la Universidad Católica de Sao Paulo. En el primer día de clase, y mientras yo hablaba sobre cómo veía el proceso de nuestros encuentros, me referí a cómo me gustaría que fuesen abiertos, democráticos y libres. Encuentros en los ejerciésemos el derecho a nuestra curiosidad, el derecho de preguntar, de discrepar, de criticar. Una estudiante me dijo en tono agresivo:”Me gustaría seguir el curso atentamente; no faltare a ningún encuentro para ver si ese dialogo del que usted habla será vivido realmente.” Cuando ella terminó yo hice un breve comentario sobre el derecho que ella tenía de dudar de mí, así como el expresar públicamente su duda. A mí me cabía el deber de probar, a lo largo del semestre, que era coherente con mi discurso. En realidad la joven señora jamás faltó a ningún encuentro. Participó en todos, revelo sus posiciones autoritarias que debían fundamentar su rechazo hacia mi pasado y hacia mi presente de oposición a los gobiernos militares. Nunca nos aproximamos pero mantuvimos un clima de mutuo respeto hasta el fin. En su caso lo que realmente la movía era el ánimo de que yo me desdijese el primer día. Y yo no me desdije. Es que no me ofendo si me ponen a prueba. No me siento infalible. Me sé inacabado. Lo que me irrita es la deslealtad. Es la crítica infundida. Es la falta de ética en las acusaciones. En suma, las relaciones entre educadores y educandos son complejas, difíciles, son relaciones sobre las que debemos pensar constantemente. Y bueno sería, además, que intentásemos crear el hábito de evaluarlas o de evaluarnos en ellas también como educadores y educadoras. Qué bueno sería, en realidad, si trabajáramos metódicamente con los educandos cada dos días, durante algún tiempo que dedicaríamos al análisis crítico de nuestro lenguaje, de nuestra practica. Aprenderíamos y enseñaríamos juntos un instrumento indispensable para el acto de estudiar: el registro de los hechos y lo que se adhiere a ellos. La práctica de registrar nos lleva a observar, comparar, seleccionar y establecer relaciones entre hechos y cosas. Educadora y educandos se obligarían a anotar diariamente los momentos que más los desafiaron, positiva o negativamente, durante el intervalo entre un encuentro y otro. Además estoy convencido de que sea experiencia formativa podría hacerse, dentro de un nivel de exigencia adecuado a la edad de los niños, entre aquellos que aún no escriben. Pedirles que hablen de cómo están sintiendo el devenir de sus días en la escuela les permitiría involucrarse en una práctica de la educación de los sentidos. Les exigiría atención, observación, selección de hechos. Con esto desarrollaríamos también su oralidad, que aspirando en si misma a la siguiente etapa –la de la escritura-, jamás debe dicotomizarse de ella. El niño que habla en condiciones personales normales es aquel que escribe. Si no escribe queda impedido de hacerlo, solo en casos excepcionales imposibilitado. Cuando era secretario municipal de educación de Sao Paulo viví una experiencia que jamás olvidare. En dos escuelas municipales y durante dos horas converse con cincuenta alumnos del quinto grado en una tarden y con cuarenta al otro día. La temática central de los encuentros era sobre cómo veían los adolescentes su escuela y qué escuela les gustaría tener. Cómo se veían ellos mismos y cómo veían a sus maestras. Inmediatamente que comenzamos con los trabajos, ya en el primer encuentro, uno de los adolescentes me indagó:”Paulo ¿Qué piensas tu de una maestra que pone a un alumno de pie ‘oliendo’ la pared, aun cuando éste haya hecho una cosa equivocada, como reconozco que hizo ?”. Y yo le respondí,”creo que la maestra se equivocó”. “¿Qué harías tú si vieses a una maestra haciendo eso?” “Espero que tú y tus compañeros -respondí yo- no suponga que yo debo hacer lo mismo con la maestra. Eso sería un absurdo que yo jamás cometería. Invitaría a la maestra para que al día siguiente fuese a mi oficina, junto con la directora de la escuela, la coordinadora pedagógica y alguien más que fuese responsable por la formación permanente de las maestras. En mi plática con ella le pediría que me demostrase que su comportamiento era correcto desde el punto de vista pedagógico, científico, humano y político. En caso de que ella no lo pudiese probar -lo que resulta evidente- le haría entonces una exhortación, luego de pedir a la directora de la escuela su opinión respecto a la maestra en falta, para que no repitiese su error.” “Muy bien -dijo el joven- , pero ¿y si ella repitiese ese procedimiento?” “En este caso -respondí- , pediría a la asesoría jurídica de la asesoria jurídica de la secretaria que estudiase el camino legal para castigar a esa maestra. Aplicaría la ley con rigor.” Todo el grupo entendió y yo percibí que lo que aquellos adolescentes pretendían no era un ambiente silencioso, sino que radicalmente se negaba al arbitrio. Querían relaciones democráticas basadas en el respeto mutuo. Se negaba a la obediencia ciega, sin límites, del autoritarismo, rechazaban la posibilidad del espontaneísmo. Posiblemente uno de ellos salieron recientemente a las calles, con sus caras pintadas y diciendo a gritos vale la pena soñar. Al día siguiente, con en el otro grupo, escuché un comentario de una adolescente inquieta y en un lenguaje bien articulado:”Yo quisiera una escuela, Paulo, que no fuese parecida a mi mamá. Una escuela que creyese mas en los jóvenes y que no pensase que hay un montón de gente esperándonos sólo para hacer daño.” Fueron cuatro horas con noventa adolescentes que me reforzaron la alegría de vivir y el derecho de soñar.
De hablarle al educando a hablarle a él y con él: de oír al educando a ser oído por él.
Partamos del intento de inteligencia del enunciado de arriba, en cuyo primer cuerpo dice: “de hablarle al educando a hablarle a él y con él”. Podríamos organizar este primer cuerpo de la siguiente manera sin perjudicar su sentido: “Del momento en que le hablamos al educando al momento en que hablamos con él”; o: “de la necesidad de hablarle al educando a la necesidad de hablar con él”; o aun: “es importante que vivamos la experiencia equilibrada y armoniosa entre hablarle al educando y hablar con él”. Esto quiere decir que hay momentos en los que la maestra, como autoridad, le habla al educando, dice lo que debe ser hecho, establece límites sin los cuales la propia libertad del educando se pierde en la permivisidad, pero estos momentos se alternan, según la opción política de la educadora, con otros en los que la educadora habla con el educando. No está por demás repetir aquí la afirmación, todavía rechazada por mucha gente no obstante su obviedad, la educación es un acto político. Su no neutralidad exige de la educadora que asuma su identidad política y viva coherentemente su opción progresista, democrática o autoritaria, reaccionaria, aferrada a un pasado; o bien espontaneísta, que se defina por ser democrática o autoritaria. Es que el espontaneísmo, que a veces da la impresión de que se inclina por la libertad, acaba trabajando contra ella. El ambiente de permisividad, de vale todo, refuerza las posiciones autoritarias. Por otro lado, el espontaneísmo niega la formación del demócrata, del hombre y de la mujer liberándose en y por la lucha a favor del ideal democrático así como niega la “formación” del obediente, del adaptado con la que sueña el autoritario. El espontaneísta es anfibio – vive en el agua y en la tierra -, no tiene entereza, no se define congruentemente por la libertad ni por la autoridad. Su ambiente es la licencia en que disfruta su miedo a la libertad. Es por eso por lo que he hablado sobre la necesidad de que el espontaneísta superando su indecisión política, se defina finalmente a favor de la libertad, viviéndola auténticamente, o contra ella. Éste es, según estamos viendo en el análisis que realizamos, un problema en el que se inserta la cuestión de la libertad y de la autoridad en sus relaciones contradictorias. Cuestión peor comprendida que lúcidamente entendida entre nosotros. El mismo hecho de ser una sociedad marcadamente autoritaria, con fuerte tradición mandona, con inequívoca inexperiencia democrática enraizada en nuestra historia puede explicar nuestra ambigüedad frente a la libertad y la autoridad. También es importante notar que esa ideología autoritaria, mandona, de la que nuestra cultura esta impregnada, corta las clases sociales. El autoritarismo del ministro, del presidente, del general, del director de la escuela, del profesor universitario es el mismo autoritarismo del peón, del cabo o del sargento, del portero del edificio. Entre nosotros, cualesquiera diez centímetros de poder fácilmente se convierten en mil metros de poder y arbitrio. Pero precisamente porque aún no hemos sido capaces de resolver este problema en la práctica social, de tenerlo claro frente a nosotros, tendemos a confundir el uso correcto de la autoridad con el autoritarismo, y así por negar ese uso caemos en la licenciosidad o en el espontaneísmo pensando que, al contrario, estamos respetando las libertades, haciendo entonces democracia. Otras veces somos realmente autoritarios pero nos pensamos y nos proclamamos progresistas. Es un hecho que por rechazar el autoritarismo no puedo caer en lo licencioso, así como rechazando esto no puedo entregarme al autoritarismo. Cierta vez afirmé: el uno no es el contrario positivo del otro. El contrario positivo, ya sea del autoritarismo manipulador o del espontaneísmo licencioso, es la radicalidad de la democracia. Creo que estas consideraciones vienen aclarando el tema de esta carta. Ahora puedo afirmar que si la maestra es coherentemente autoritaria, siempre es ella el sujeto del habla y los alumnos son continuamente la incidencia de su discurso. Ella habla a, para y sobre los educandos. Habla desde la altura hacia abajo, convencida de su certeza y de su verdad. Y hasta cuando habla con el educando es como si le estuviese haciendo un favor a él, subrayando la importancia y el poder de su voz. No es ésta la manera como la educadora democrática habla con el educando, ni siquiera cuando le habla a él. Su preocupación es la de evaluar al alumno, la de comprobar si él la acompaña o no. La formación del educando, como sujeto critico que debe luchar constantemente por la libertad, jamás agita a la educadora autoritaria. Si la educadora es espontaneísta, en la posición de “dejemos todo como está para ver cómo queda” abandona a los educandos a sí mismos y acaba por no hablar a ni con los educandos. Sin embargo, si la opción de la educadora es la democrática y la distancia entre su discurso y su práctica viene siendo cada vez menor, en su vida escolar cotidiana, que siempre somete a su análisis critico, vive la difícil pero posible y placentera experiencia de hablarle a los educandos y de hablar con los educandos. Ella sabe que no sólo el dialogo sobre los contenidos a enseñar sino el dialogo sobre la vida misma, si es verdadero, no sólo es válido desde el punto de vista de enseñar, sino que también es creador de un ambiente abierto y libre dentro del seno de su clase. Hablar a y con los educandos es una forma sin prentesiones pero altamente positiva que la maestra democrática tiene de dar, dentro de su escuela, su contribución a la formación de ciudadanos y ciudadanas responsables y críticos. Algo de lo que mucho precisamos y que es indispensable para el desarrollo de nuestra democracia. La escuela democrática, progresistamente posmoderna y no posmodernamente tradicional y reaccionaria, tiene un gran papel que cumplir en el Brasil actual. Sin embargo, al insistir en la temática de la escuela posmodernamente progresista, está muy lejos de mí pensar que la “salvación” del Brasil está depositada en ella. Naturalmente la viabilización del país no está tan sólo en la escuela democrática, formadora de ciudadanos críticos y capaces, pero pasa por ella, la necesita, no se hace sin ella. Y es en ella donde la maestra habla a y con el educando, oye al educando, sin importar su tierna edad o no, y así, es oída por él. Es escuchándolo, tarea ésta inaceptable para la educadora autoritaria, como la maestra democrática se prepara cada vez mas para ser oída por el educando. Y al aprender con el educando a hablar con él porque lo oyó, le enseña a escucharla también. Las consideraciones anteriores sobre la posición autoritaria, sobre la posición espontaneísta y sobre la que llamo sustantivamente democrática pueden ser aplicadas, como es obvio, al problema de escuchar al educando y de ser escuchado por él. Ésa es la razón crucial del derecho a voz que tienen las educadoras y los educandos. Nadie vive la democracia plenamente, ni la ayuda a crecer, primero, si es impedido en su derecho de hablar, de tener voz, de hacer su discurso crítico; y en segundo lugar, si no se compromete de alguna manera con la lucha por la defensa de ese derecho, que en el fondo también es el derecho de actuar. Y del mismo modo como la libertad del educando en clase necesita límites para no perderse en la licenciosidad, la voz de la educadora necesita de límites éticos para no deslizarse hacia el absurdo. Es tan inmoral tener nuestra voz silenciada o nuestro “cuerpo prohibido” como inmoral es usar la voz para falsear la verdad, para mentir, engañar, deformar. Mi derecho a la voz no puede ser un derecho ilimitado a decir todo lo que me parece bien sobre el mundo y de los otros. El de una voz irresponsable que miente sin ningún tipo de malestar ya que espera de la mentira un resultado favorable a los deseos y a los planes del mentiroso. Es preciso y hasta urgente que la escuela se vaya transformando en un espacio acogedor y multiplicador de ciertos gustos democráticos cono el de escuchar a los otros, ya no por puro favor sino por el deber de respetarlos, así como el de la tolerancia, el de acatamiento de las decisiones tomadas por la mayoría, en el cual no debe faltar sin embargo el derecho del divergente a expresar su contrariedad. El gusto por la pregunta, por la crítica, por el debate. El gusto por el respeto hacia la cosa publica que entre nosotros es tratada como algo privado, que se desprecia. Es increíble la manera como se desperdician las cosas entre nosotros, en qué medida y profundidad. Basta leer la prensa diaria y seguir los noticiarios de la televisión para darnos cuenta de los millones que se desperdician por la falta de uso de aparatos carísimos en los hospitales, por las obras que por deshonestidad se deterioran en su construcción antes de tiempo. Obras millonarias que se evaporan misteriosamente dejando tan sólo vestigios. Si los administradores responsables fuesen castigados por semejantes descalabros, pagasen a la nación o bien fueran encarcelados – evidentemente con derecho a una defensa -, la situación mejoraría. Una actividad que hay que incluir en la vida normal político-pedagógica de la escuela podría ser la discusión, de vez en cuando, de casos como los que he comentado ahora. La discusión con los alumnos sobre lo que representa para nosotros semejante desvergüenza, tanto a corto como a largo plazo. Desde el punto de vista de la estafa material a la económica de la nación como del daño ético que todos esos descalabros nos causan a todos nosotros. Es preciso mostrar los números a los niños y adolescentes y decirles con claridad y con firmeza que el hecho de que los responsables se comporten de ese modo, sin ningún pudor, no nos autoriza, en la intimidad de nuestra escuela, a romper las mesas, echar a perder los gises, desperdiciar la merienda o ensuciar las paredes. No vale decir: “¿Por qué no lo hago yo si los poderosos lo hacen? ¿Si los poderosos roban por qué no robo yo? ¿Si mienten los poderosos por qué yo no miento también?” Eso no vale. Decididamente no vale. No se construye ninguna democracia seria – lo cual implica cambiar radicalmente las estructuras de la sociedad, reorientar la política de la producción y del desarrollo, reinventar el poder, hacer justicia a los expoliados, abolir las ganancias indebidas e inmorales de los todopoderosos sin – previa y simultáneamente – trabajar esos gustos democráticos y esas exigencias éticas. Uno de los errores de los marxistas mecanicistas fue vivir – y no sólo pensar o firmar – que la educación, por ser superestructura, no tiene nada que hacer antes de que la sociedad se transforme radicalmente en su infraestructura, en sus condiciones materiales. Antes, lo que se puede hacer es la propaganda ideológica para la movilización y la organización de las masas populares. En esto, como en todo, fallaron los mecanicistas. Y aún peor, atrasaron la lucha a favor del socialismo que ellos contrapusieron a la democracia. Otro gusto democrático, cuyo antagonista está entrañado en nuestras tradiciones culturales autoritarias, es el gusto del respeto hacia los diferentes. El gusto de la tolerancia del que tanto el racismo como el machismo huyen como el diablo huye de la cruz. El ejercicio de ese gusto democrático en una escuela realmente abierta o abriéndose debería cercar al gusto autoritario, racista, machista, en primer lugar en si mismo como negación de la democracia, de las libertades y de los derechos de los diferentes, como negación de un humanismo necesario. Y en segundo lugar, como expresión de todo eso y aun como contradicción incomprensible cuando el gusto antidemocrático, no importa cuál, se manifiesta en la práctica de los hombres o de las mujeres reconocidas como progresistas. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de un hombre considerado progresista que a pesar de su discurso a favor de las clases populares se comporta como si fuese dueño de su familia? ¿Un hombre cuyo mando asfixia a la mujer y a los hijos e hijas? ¿Qué decir de la mujer que lucha en defensa de los intereses de su categoría pero que en su casa raramente agradece a la cocinera por el vaso de agua que ésta le trae y en las pláticas con sus amigas se refiere a ella como “esa gente”?. Realmente es difícil hacer democracia. Es que la democracia, como cualquier sueño, no se hace con palabras descarnadas y sí con la reflexión y con la práctica. No es lo que digo lo que dice que soy un demócrata o que no soy racista o machista, sino lo que hago. Es preciso que lo que hago no contradiga lo que digo. Es lo que hago lo que habla de mi lealtad o no hacia lo que digo. En esa lucha entre el decir y el hacer, en la que debemos comprometernos para disminuir la distancia entre ambos, es posible tanto rehacer el decir para adecuarlo al hacer como cambiar el hacer para ajustarlo al decir. Por eso es que la coherencia finalmente fuerza una nueva opción. Si en el momento en que descubro la incoherencia entre lo que digo y lo que hago – discurso progresista, práctica autoritaria -, reflexionando a veces con sufrimiento, aprehendo la ambigüedad en que me encuentro, siento que no puedo continuar así y busco una salida. De esta forma una nueva opción se me impone. O cambio el discurso progresista por un discurso coherente con mi práctica reaccionaria o cambio mi práctica por una democrática, adecuándola al discurso progresista. Finalmente, existe una tercera opción: la opción por el cinismo asumido que consiste en encarnar lucrativamente la incoherencia. Creo que una de las formas de ayudar a la democracia entre nosotros es combatir con claridad y seguridad los argumentos ingenuos pero fundamentados en la realidad o parte de ella según los cuales votar no vale la pena; que la política siempre es así, ese descaro general, vergonzoso. Que todos los políticos son iguales: “Por eso voy a votar por quien hace, aunque robe”. En realidad las cosas con diferentes. Esta es la forma de hacer política que se nos hace posible, pero no es necesariamente la forma que siempre tendremos de hacer política. No es la política la que nos hace así. Nosotros somos los que hacemos esta política y es indiscutible que esta política que hoy hacemos es de mejor calidad que la que se hacia en mi infancia. Y por fin, no son todos los políticos los que hacen política de este modo en los diferentes niveles del gobierno ni en los diferentes partidos políticos. Como educadoras y educadores no podemos eximirnos de responsabilidad en la cuestión fundamental de la democracia brasileña y de cómo participar en la búsqueda de su perfeccionamiento. Como educadoras y educadores somos políticos, hacemos política al hacer educación. Y si soñamos con la democracia debemos luchar día y noche por una escuela en la que hablemos a los educandos y con los educandos, para que escuchándolos podamos también ser oídos por ellos.
Identidad cultural y educación
Preguntarnos sobre las relaciones entre la identidad cultural –que siempre tiene un elemento de clase social –de los sujetos de la educación y la práctica educativa, es algo que se nos impone. Es que la identidad de los sujetos tiene que ver con las cuestiones fundamentales del plan de estudios, tanto el oculto como el explícito, y obviamente con cuestiones de enseñanza y de aprendizaje. Sin embargo, me parece que analizar la cuestión de la identidad de los sujetos de la educación, educadores y educandos, implica recalcar, desde el comienzo de tal ejercicio que la identidad cultural, expresión cada vez mas usada por nosotros, no puede pretender agotar la totalidad del significado del fenómeno cuyo concepto es la identidad. El atributo cultural acrecentado por el restrictivo de clase no agota la comprensión del termino “identidad”. En el fondo, mujeres y hombres nos hacemos seres especiales y singulares. A lo largo de una larga historia conseguimos desplazar de la especie el punto de decisión de mucho de lo que somos y de lo que hacemos individualmente para nosotros mismos, si bien dentro del engranaje social sin el cual tampoco seriamos lo que estamos siendo. En el fondo, no somos sólo lo que heredamos ni únicamente lo que adquirimos, sino la relación dinámica y procesal de lo que heredamos y lo que adquirimos. Hay algo en lo que heredamos que Francois Jacob destaca en una entrevista a El Correo de la UNESCO y que es de la más alta importancia para la comprensión de nuestro tema. “Estamos programados, pero para aprender”, dice Jacob. Y es precisamente porque nos fue posible, gracias a la invención de la existencia –algo mas que la vida misma y que nosotros creamos con los materiales que la vida nos ofreció -, desplazar de la especie para nosotros el punto de decisión de mucho de lo que estamos y estaremos siendo. Y más aún, porque con la invención social del lenguaje, lado a lado con la operación sobre el mundo, prolongamos el mundo natural, que no hicimos, en un mundo cultural e histórico que es producto nuestro, que nos volvimos animales permanentemente inscritos en un proceso de aprender y de buscar. Proceso que sólo se hace posible en la medida en que “no podemos vivir a no ser en función del mañana.” (Jacob, 1991). Aprender y buscar, a los que necesariamente se juntan enseñar y conocer y que por su parte no pueden prescindir de libertad, no sólo como donación sino como algo indispensable y necesario, como un sine qua non por el que debemos luchar permanentemente, forman parte de nuestra manera de estar siendo en el mundo. Y es justamente porque estamos programados pero no determinados, estamos condicionados pero al mismo tiempo conscientes del condicionamiento, por lo que nos hacemos aptos para luchar por la libertad como proceso y no como meta. Es por eso también por lo que el hecho de que “cada ser –dice Jacob –contiene en sus cromosomas todo su propio futuro”, no significa de ninguna manera que nuestra libertad se ahogue o se sumerja en las estructuras hereditarias como si ellas fuesen el lugar indicado para la desaparición de nuestra posibilidad de vivirla. Condicionados, programados pero no determinados, nos movemos con un mínimo de libertad de que disponemos en el marco cultural para ampliarlo. De esta manera, a través de la educación como expresión también cultural podemos “explorar más o menos las posibilidades inscritas en los cromosomas” (Jacob, 1991). Queda clara la importancia de la identidad de cada uno de nosotros como sujeto, ya sea como educador o educando, en la práctica educativa. Y de la identidad entendida en esta relación contradictoria que somos nosotros mismos entre lo que heredamos y lo que adquirimos. Relación contradictoria en la que a veces lo que adquirimos en nuestras experiencias sociales, culturales, de clase, ideológicas, interfiere vigorosamente a través del poder de los intereses, de las emociones, de los sentimientos, de los deseos, de lo que se viene llamando “la fuerza del corazón” en la estructura hereditaria. Por eso mismo es que no somos ni una cosa ni la otra. Repitamos, ni sólo lo innato ni tampoco únicamente lo adquirido. La llamada “fuerza de la sangre”, para utilizar una expresión popular, existe, pero no es determinante. Con la presencia de lo cultural, ella sola no lo explica todo. En el fondo, la libertad como hazaña creadora de los seres humanos, como aventura, como experiencia de riesgo y de creación, tiene mucho que ver con la relación entre lo que heredamos y lo que adquirimos. Las interdicciones a nuestra libertad son resultado mucho más de las estructuras sociales, políticas, económicas, culturales, históricas, ideológicas, que de las estructuras hereditarias. No podemos tener dudas sobre el poder de la herencia cultural, sobre cómo nos conforma y nos obstaculiza para ser. Pero el hecho de ser programados, condicionados y conscientes del condicionamiento, y no determinados, es lo que hace posible superar la fuerza de las herencias culturales. La transformación del mundo material, de las estructuras materiales, a la que se agregue simultáneamente un esfuerzo crítico educativo, es el camino a la superación, jamás mecánica, de esta herencia. Lo que no es posible, sin embargo, en este esfuerzo por la superación de ciertas herencias culturales, que repitiéndose de generación en generación a veces dan la impresión de petrificarse, es dejar de considerar su existencia. Es muy cierto que los cambios infraestructurales a veces alteran rápidamente las formas de ser y de pensar que perduraban desde hace mucho tiempo. Por otro lado el reconocer la existencia de las herencias culturales debe implicar el respeto hacia ellas. Respeto que de ninguna manera significa nuestra adecuación a ellas. Nuestro reconocimiento y nuestro respeto hacia ellas son condiciones fundamentales para el esfuerzo por el cambio. Por otro lado, es preciso que seamos bien claros con relación a algo que es evidente: esas herencias culturales tienen un innegable corte de clase social. Es en ellas donde se van constituyendo muchos aspectos de nuestra identidad, que por eso mismo está marcada por la clase social a la que pertenecemos. Pensemos un poco en la identidad cultural de los educandos y en el respeto necesario que le debemos en nuestra practica educativa. Creo que el primer paso a dar en dirección a ese respeto es el reconocimiento de nuestra identidad, el reconocimiento de lo que estamos siendo en la actividad práctica en la que nos experimentamos. Es en la práctica de hacer las cosas de una cierta manera, de pensar, de hablar un cierto lenguaje (como por ejemplo: “la canción de que te hablé” y no “la canción que te hablé” sin la preposición de rigiendo al pronombre que), es en la práctica de hacer, de hablar, de pensar, de tener ciertos gustos, ciertos hábitos, donde acabo por reconocerme de cierta forma, coincidente con otras gentes como yo. Esas otras gentes tienen un corte de clase idéntico o próximo al mío. Es en la práctica de experimentar las diferencias donde nos descubrimos como yos y como tus. En rigor, siempre es el otro, en cuanto tú, el que me constituye como yo en la medida en que yo, como tú de otro, lo constituyo como yo. Es una fuerte tendencia nuestra la que nos empuja afirmar que lo diferente de nosotros es inferior. Partimos de la idea de que nuestra forma de estar siendo no sólo es buena sino que es mejor que la de los otros, diferentes de nosotros. Esto es la intolerancia. Es el gusto irresistible de oponerse a las diferencias. Sin embargo la clase dominante, debido a su propio poder de perfilar a la clase dominada, es una primera instancia rechaza la diferencia, en segundo lugar no piensa quedar igual al diferente y en tercer lugar tampoco tienen la intención de que el diferente quede igual a ella. Lo que ella pretende es admitir y remarcar en la práctica la inferioridad de los dominados al mantener las diferencias y las distancias. Uno de los desafíos para los educadores y las educadoras progresistas, en coherencia con su opción, es no sentirse ni proceder como si fuesen seres inferiores a los educandos de las clases dominantes de la red privada que, arrogantes, maltratan y menosprecian al maestro de clase media. Pero tampoco, por el contrario, sentirse superiores, en la red pública, a los educandos de las favelas, a los niños y las niñas populares; a los niños sin comodidades, que no comen bien, que no “visten bonito”, que no “hablan correctamente”, que hablan con otra sintaxis, con otra semántica y con otra prosodia. Lo que se plantea en ambos casos a la educadora progresista y coherente es en primer término no asumir una posición agresiva hacia quien simplemente responde, y en segundo lugar tampoco dejarse tentar por la hipótesis de que los niños, pobrecitos, son naturalmente incapaces. Ni una posición de revancha ni de sumisión en el primer caso, ni una actitud paternalista o de desprecio hacia los niños de las clases populares en el segundo, sino la de quien asume su responsable autoridad educadora. El punto inicial hacia esta práctica comprensiva es saber y estar convencida de que la educación es una práctica política. Por eso es que repetimos: la educadora es política. En consecuencia, se hace imperioso que la educadora sea coherente con su opción, que es política. Y a continuación, que la educadora sea cada vez más competente desde el punto de vista científico, lo que la hace saber lo importante que es conocer el mundo concreto en que viven sus alumnos. La cultura en que se encuentra en acción su lenguaje, su sintaxis, su semántica, su prosodia, en la que se vienen formando ciertos hábitos, ciertos gustos, ciertas creencias, ciertos miedos, ciertos deseos no necesariamente fáciles de aceptar por el mundo concreto de la maestra. El trabajo formativo, docente, es inviable en un contexto que se piense teórico pero que al mismo tiempo haga cuestión de permanecer lejos de, e indiferente a, el contexto concreto del mundo inmediato de la acción y de la sensibilidad de los educandos. Creer posible la realización de un trabajo en el que el contexto teórico se separa de tal modo de la experiencia de los educandos en su contexto concreto sólo es concebible para quien juzga que la enseñanza de los contenidos se hace indiferentemente de lo que los educandos ya saben a partir de sus experiencias anteriores a la escuela. Y no para quien rechaza con razón esa dicotomía insustentable entre contexto concreto y contexto teórico. La enseñanza de los contenidos no puede ser hecha de manera vanguardista como si fueran cosas, saberes que se pueden sobreponer o yuxtaponer al cuerpo consciente de los educandos –a no ser en forma autoritaria. Enseñar, aprender y conocer no tienen nada que ver con esa practica mecanicista. Las educadoras precisan saber lo que sucede en el mundo de los niños con los que trabajan. El universo de sus sueños, el lenguaje con que se defienden, con maña, de la agresividad de su mundo. Lo que saben y cómo lo saben fuera de la escuela. Hace dos o tres años, dos profesores de la Universidad de Campinas, el físico Carlos Arguelo y el matemático Eduardo Sebastiani Ferreira, participaron en un encuentro universitario en Panamá en el que se discutió la enseñanza de la matemática y de la ciencia en general. Al regresar al hotel luego de la primera mañana de actividades encontraron a un grupo de niños remontando cometas en un campo abandonado. Se aproximaron a los niños y comenzaron a conversar. “¿Cuántos metros de cuerda acostumbras soltar para remontar tu cometa?”, preguntó Sebastiani. “Más o menos cincuenta metros”, dijo un niño llamado Gelson. “¿Y cómo calculas para saber que sueltas más o menos cincuenta metros de cuerda?”, indaga Sebastiani. “Cada tanto, más o menos cada dos metros, le hago un nudo a la cuerda. Cuando la cuerda está corriendo en mi mano voy contando los nudos entonces sé cuántos metros de cuerda suelta tengo”. “¿Y a qué altura crees que está la cometa ahora?”, preguntó el matemático. “Cuarenta metros”, dijo el niño. “¿Cómo los calculaste? “Por la cantidad de cuerda que he soltado y la barriga que ésta ha hecho”. “Podríamos calcular este problema basado en la trigonometría o por semejanza de triángulos”, dijo Sebastiani. Sin embargo el niño dijo: “Si la cometa estuviese alta, bien arriba de mi cabeza, estaría a los mismos metros de altura que los que yo solté de cuerda, pero como está inclinada, lejos de mi cabeza, está a menos metros de altura que los que yo solté de cuerda.” “Aquí hubo un razonamiento de grados”, dijo Sebastiani. A continuación Arguelo pregunta al niño sobre la construcción del molinete y Gelson le responde haciendo uso de las cuatro operaciones fundamentales. Irónicamente, concluye el físico, Gelson (tan gente Gerson, digo yo) había sido reprobado en matemáticas en la escuela. Nada de lo que él sabía lo había aprendido con su experiencia, en lo concreto de su contexto. El no hablaba de su saber con el lenguaje formal y de buenos modales, mecánicamente memorizado, que la escuela reconoce como el único legítimo. Una situación peor se da en el dominio del lenguaje, en el que casi nunca se respetan la sintaxis, la ortografía, la semántica y la prosodia de clase de los niños populares. Jamás he dicho ni sugerido que los niños de las clases populares no deban aprender el llamado “modelo culto” de la lengua portuguesa en el Brasil, como a veces se afirma. Lo que sí he dicho es que los problemas del lenguaje siempre abarcan cuestiones ideológicas y, con ellas, cuestiones de poder. Por ejemplo, si hay un “modelo culto” es porque hay otro que es considerado inculto. ¿Y quien perfiló el inculto como tal? En realidad lo que he dicho, y por lo que peleo, es que se les enseñe a los niños y las niñas populares el modelo culto, pero que al hacerlo se destaque: a] que su lenguaje es tan rico y tan bonito como el de los que hablan el modelo culto , razón por la cual no tienen por que avergonzarse de cómo hablan. b] que aun así es fundamental que aprendan la sintaxis y la prosodia dominante para que:
1] disminuyan sus desventajas en palucha por la vida; 2] ganen un instrumento fundamental para la lucha necesaria contra las injusticias y las discriminaciones de que son blanco. Es pensado y actuando así como me siento coherente con mi opción progresiva, antielitista. No solo de los que estuvieron en contra d la Luna para la presidencia de la republica porque dice “meas verdad” y votaron a Collor con tanta verdad de menos. Concluyendo, la escuela democrática no debe tan solo estar abierta permanentemente a la realidad contextual de sus alumnos para comprenderlos mejor, para ejercer mejor su actividad docente, sino también estar dispuesta a aprender de sus relaciones con el contexto contrato. De ahí viene la necesidad de, profesándose democrática, ser realmente humilde para poder reconocerse aprendiendo muchas veces con quien ni siquiera se ah escolarizado. La escuela democrática que precisamos no es aquella en la que solo el maestro enseña, en la el alumno solo aprende y el directos es el mandante todopoderoso.
Una vez más, la cuestión de la disciplina.
Ya me he referido a la necesidad de la disciplina intelectual que los educandos deben construir en sí mismos con la colaboración de la educadora. Disciplina sin la cual no se crea el trabajo intelectual, la lectura seria de los textos, la escritura ciudadana, la observación y el análisis de los hechos, el establecimiento de las relaciones entre ellos. Y que a todo esto no le falte el gusto por la aventura, por la osadía, pero que igualmente no le falte la noción de límites, para que la aventura y la osadía de crear no se conviertan en irresponsabilidad licenciosa. Es preciso ahuyentar la idea de que existen disciplinas diferentes y separadas. Una intelectual y otra del cuerpo, que tiene que ver con horarios y entrenamientos. Y otra disciplina ético-religiosas, etc. Lo que puede suceder es que determinados objetivos exijan caminos disciplinarios diferentes. Sin embargo lo principal es que si la disciplina exigida es saludable, lo es también la comprensión de esa disciplina, si es democrática la forma de crearla y de vivirla, si son saludables los sujetos forjadores de la disciplina indispensable, ella siempre implica la experiencia de los limites, el juego contradictorio entre la libertad y la autoridad, y jamás puede prescindir de una sólida base ética. En este sentido, jamás pude comprender que en nombre de ética alguna la autoridad puede imponer una disciplina absurda simplemente para ejercitar en la libertad, acomodándose a su capacidad de ser leal, la experiencia de una obediencia castradora. No hay disciplina en el movilismo, en la autoridad indiferente, distante, que entrega sus propios destinos a la libertad. Pero tampoco hay libertad en el inmovilismo de la libertad a la que la autoridad le impone su voluntad, sus preferencias, como las mejores para la libertad. Inmovilismo al que se somete la libertad intimidada o movimiento de la pura sublevación. Al contrario, sólo hay disciplina en el movimiento contradictorio entre la coercibilidad necesaria de la autoridad y la búsqueda despierta de la libertad para asumirse como tal. Es por esto por lo que la autoridad que se hipertrofia en el autoritarismo o se atrofia en libertinaje, perdiendo el sentido del movimiento, se pierde así misma y amenaza la libertad. En la hipertrofia de la autoridad su movimiento se fortalece a tal punto que inmoviliza o distorsiona totalmente el movimiento de la libertad. La libertad inmovilizada por una autoridad arbitraria o chantajista es la libertad que, sin haberse asumido como tal, se pierde en la falsedad de movimientos no auténticos. Para que haya disciplina es preciso que la libertad no sólo tenga el derecho de decir “no”, sino que lo ejerza frente a lo que se le propone como la verdad y lo cierto. La libertad precisa aprender a afirmar negando, no por el puro negar sino como criterio de certeza. Es en este movimiento de ida y vuelta como la libertad acaba por internalizar la autoridad y se transforma en una libertad con autoridad, única manera de respetar la libertad, en cuanto autoridad. Es de indiscutible importancia la responsabilidad que tenemos, en cuantos seres sociales e históricos portadores de una subjetividad que desempeña un papel importante en la historia, en el proceso de ese movimiento contradictorio entre la autoridad y la libertad. Responsabilidad política, social, pedagógica, ética, estética, científica. Pero al conocer la responsabilidad política superemos también la politiquería, al subrayar la responsabilidad social digamos “no” a los intereses puramente individualistas, al reconocer los deberes pedagógicos dejemos de lado las ilusiones pedagogistas, al demandar la practica ética huyamos de la fealdad del puritanismo y entreguémonos a la invención de la belleza de la pureza. Finalmente, al aceptar la responsabilidad científica, rechacemos la distorsión cientificista. Tal vez algún lector o lectora más “existencialmente cansado” e “históricamente anestesiado” diga que estoy soñando demasiado. Soñando, sí, puesto que como ser histórico si no sueño no puedo estar siendo. Demasiado, no. Hasta creo que soñamos poco al soñar estos sueños tan fundamentalmente indispensables para la vida o para la solidificación de nuestra democracia. La disciplina en el acto de leer, de escribir, de escribir y leer, en el de enseñar y aprender, en el proceso placentero pero difícil de conocer; la disciplina en el respeto y en el trato de la cosa pública; en el respeto mutuo. No vale decir que como maestro o como maestra “no importa la profundidad en la que trabaje, poca importancia tendrá lo que haga o deje de hacer; tendrá poca importancia en vista de lo que pueden hacer los poderosos en favor de sí mismos y en contra de los intereses nacionales”. Esta no es una afirmación ética. Simplemente es interesada y acomodada. Lo peor es que acomodándose, mi inmovilidad se convierte en motor de más desvergüenza. Mi inmovilidad, producida o no por motivos fatalistas, funciona como acción eficaz a favor de las injusticias que se perpetúan, de los descalabros que nos afligen, del atraso de las soluciones urgentes. No se recibe democracia de regalo. Se lucha por la democracia. No se rompen las amarras que nos impiden ser con una paciencia de buenas maneras sino con pueblo movilizándose, organizándose, conscientemente crítico. Con las mayorías populares no sólo sintiendo que vienen siendo explotadas desde que se inventó el Brasil sino uniendo también al sentir el saber que están siendo explotadas, el saber que les da la raison d’etre del fenómeno, como alcanzan preponderantemente el nivel de su sensibilidad. Al hablar de sensibilidad del fenómeno y de aprehensión critica del fenómeno no estoy de ninguna manera sugiriendo algún tipo de ruptura entre sensibilidad, emociones y actividad cognoscitiva. Ya dije que conozco con todo mi cuerpo: con los sentimientos, con las emociones, con la mente crítica. Dejemos bien claro que el pueblo que se moviliza, el pueblo que se organiza, el pueblo que conoce en términos críticos, el pueblo que profundiza y afianza la democracia contra cualquier aventura autoritaria, es igualmente un pueblo que forja la disciplina necesaria sin la cual la democracia no funciona. En el Brasil casi siempre oscilamos entre la ausencia de disciplina por la negación de la libertad o la ausencia de disciplina por la ausencia de autoridad. Nos falta disciplina en casa, en la escuela, en las calles, en el transito. Es asombroso el número de personas que mueren todos los fines de semana por pura indisciplina o lo que gasta el país en estos accidentes o en los desastres ecológicos. Otra falta de respeto evidente hacia los otros, tan nefasta como la manera como venimos siendo indisciplinados, es la licenciosidad, la irresponsabilidad con la que en este país se mata impunemente. Dominadas y explotadas en el sistema capitalista, las clases populares necesitan – al mismo tiempo que se comprometen en el proceso de formación de una disciplina intelectual – ir creando una disciplina social, cívica, política, absolutamente indispensable para la democracia que va más allá de la simple democracia burguesa y liberal. Una democracia que finalmente persiga la superación de los niveles de injusticia y de irresponsabilidad del capitalismo. Esta es una de las tareas a las que debemos entregarnos, y no a la mera tarea de enseñar en el sentido equivocado de transmitir el saber de los educandos. El maestro debe enseñar. Es preciso que lo haga. Solo que enseñar no es transmitir conocimiento. Para que el acto de enseñar se constituya como tal es preciso que el acto de aprender sea precedido del, o concomitante al, acto de aprehender el contenido o el objeto cognoscible, con el que el educando también se hace productor del conocimiento que le fue enseñado. Sólo en la medida en que el educando se convierta en sujeto cognoscente y se asuma como tal, tanto como el maestro también es un sujeto cognoscente, le será posible transformarse en sujeto productor del significado o del conocimiento del objeto. Es en este movimiento dialéctico en donde enseñar y aprender se van transformando en conocer y reconocer, donde el educando va conociendo lo que aún no conoce y el educador reconociendo lo antes sabido. Esta forma de no sólo comprender el proceso de enseñar sino de vivirlo, exige la disciplina de la que vengo hablando. Disciplina que no puede dicotomizarse de la disciplina política indispensable para la invención de la ciudadanía. Sí, de la ciudadanía, sobre todo en una sociedad como la nuestra, de tradiciones tan autoritarias y discriminadoras desde el punto el punto del sexo, de la raza y de la clase. La ciudadanía realmente es una invención, una producción política. En este sentido, el pleno ejercicio de la ciudadanía por quien sufre cualquiera de las discriminaciones o todas al mismo tiempo, no es algo que se usufructúe como un derecho pacifico y reconocido. Al contrario, es un derecho que tiene que ser alcanzado y cuya conquista hace crecer sustantivamente la democracia. La ciudadanía que implica el uso de la libertad – de trabajar, de comer, de vestir, de calzar, de dormir en una casa, de mantener a sí mismo y a su familia, libertad de amar, de sentir rabia, de llorar, de protestar, de apoyar, de desplazarse, de participar en tal o cual religión, en tal o cual partido, de educarse a sí mismo y a la familia, la libertad de bañarse en cualquier mar de su país. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella. Exige compromiso, claridad política, coherencia, decisión. Es por esto mismo por lo que una educación democrática no se puede realizar al margen de una educación de y para la ciudadanía. Cuanto mas respetemos a los alumnos y a las alumnas independientemente de su color, sexo y clase social, cuantos más testimonios de respeto demos en nuestra vida diaria, en la escuela, en las relaciones con nuestros colegas, con los reporteros, cocineras, vigilantes, padres y madres de alumnos, cuanto mas reduzcamos la distancia entre lo que hacemos y lo que decimos, tanto más estaremos contribuyendo para el fortalecimiento de las experiencias democráticas. Estaremos desafiándonos a nosotros mismos a luchar más a favor de la ciudadanía y de su ampliación. Estaremos forjando en nosotros mismos la disciplina intelectual indispensable sin la cual obstaculizamos nuestra formación así como la no menos necesaria disciplina política, indispensable para la lucha en la invención de la ciudadanía.
Saber y crecer – todo que ver Una vez más, la cuestión de la disciplina.
Cierro este libro con un texto presentado en un congreso realizado en Recife en abril de 1992 y en el que aclaro algunos análisis sobre el contexto concreto de lo cotidiano. Reflexionar sobre el tema implícito en la frase es la tarea que me fue propuesta por los organizadores de este encuentro. El punto de partida de mi reflexión debe residir en la frase: “saber y crecer – todo que ver”, tomada como objeto de mi curiosidad epistemológica. Esto significa, en una primera instancia, tratar de aprehender la inteligencia de la frase, lo que a su vez exige la comprensión de las palabras que hay en ella, en las relaciones de unas con otras. En primer lugar nos enfrentamos a dos bloques de pensamiento: saber y crecer y todo que ver. Los dos verbos del primer bloque que podríamos ser sustituidos por dos sustantivos, sabiduría y crecimiento; están unidos por la partícula coordinadora y. En el fondo estos dos bloques guardan en sí mismos la posibilidad de un desdoblamiento del que resultaría: el proceso de saber y el proceso de crecer tienen todo que ver el uno con el otro. O aun, el proceso de saber implica el de crecer. No es posible saber sin una cierta dosis de crecimiento. No es posible crecer sin una cierta dosis de sabiduría. Saber es un verbo transitivo. Un verbo que expresa una acción que, ejercida por un sujeto, incide o recae directamente en un objeto sin regencia preposicional. Es por esto por lo que el complemento de este verbo se llama objeto directo. Quien sabe, sabe alguna cosa. Sólo yo sé el dolor que me hiere. Dolor es el objeto directo de “se”, la incidencia de mi acción de saber. Crecer, al contrario, es un verbo intransitivo. No necesita ninguna complementación que selle su significado. Lo que se puede hacer, y generalmente se hace en función de las exigencias del pensar del sujeto, con la significación de este tipo de verbo, es agregarle elementos o significados circunstanciales, adverbiales. Crecí sufridamente. Crecí manteniendo viva mi curiosidad, donde “sufridamente” o “manteniendo viva mi curiosidad” adverbializan moralmente mi proceso de crecer. Fijémonos ahora un poco en el proceso de saber. Una afirmación inicial que podemos hacer al indagar sobre el proceso de saber, tomado ahora como fenómeno vital, es que, en primer lugar, se da en la vida y no solo en la existencia que nosotros, mujeres y hombres, creamos a lo largo de la historia con los materiales que la vida nos ofreció. Pero el que aquí nos interesa es el saber que nos hacemos capaces de gestar, y no cierto tipo de reacción que se verifica en las relaciones que se dan en la vida humana. En el nivel de la existencia, la primera afirmación que hay que hacer es que el proceso de saber es un proceso social cuya dimensión individual no puede ser olvidada o siquiera subestimada. El proceso de saber que envuelve al cuerpo consciente como un todo – sentimientos, emociones, memoria, afectividad, mente curiosa en forma epistemológica, vuelta hacia el objeto – abarca igualmente a otros sujetos cognoscentes, vale decir, capaces de conocer y curiosos también. Esto simplemente significa que la relación llamada cognoscitiva no concluye en la relación sujeto cognoscente-objeto cognoscible, porque se extiende a otros sujetos cognoscentes. Otro aspecto que me parece interesante subrayar aquí es el que concierne a la manera espontánea en que nos movemos por el mundo, de la que resulta un cierto modo de saber, de percibir, de ser sensibilizado por el mundo, por los objetos, por las presencias, por el habla de los otros. En esta forma espontánea de movernos por el mundo percibimos las cosas, los hechos, nos sentimos advertidos, tenemos tal o cual comportamiento en función de las señales cuyo significado internalizamos. De ellos adquirimos un saber inmediato, pero no aprehendemos la razón de ser fundamental de los mismos. En este caso nuestra mente, en la reorientación espontánea que hacemos del mundo, no opera de forma epistemológica. No se dirige críticamente, en forma indagadora, metódica, rigurosa, hacia el mundo o los objetos hacia los que se inclina. Este es el “saber de experiencia hecho” (Camoes) al que sin embargo le falta el cernidor de la criticidad. Es la sabiduría ingenua, del sentido común, desarmada de métodos rigurosos de aproximación al objeto, pero que no por eso puede o debe ser desconsiderada por nosotros. Su necesaria superación para por el respeto hacia ella y tiene en ella su punto de partida. Tal vez sea interesante que tomemos como objeto de nuestra curiosidad una mañana y percibamos la diferencia entre estas dos maneras de movernos en el mundo: la espontánea y la sistemática. Amanecemos. Despertamos. Nos cepillamos los dientes. Tomamos el primer baño del día al que sigue el desayuno. Conversamos con nuestra esposa o la mujer con su marido. Nos informamos de las primeras noticias. Salimos de casa. Caminamos por la calle. Nos cruzamos con personas que van y que vienen. Nos detenemos en el semáforo. Esperamos la luz verde cuyo significado aprendimos en nuestra infancia y en ningún momento nos preguntamos o indagamos sobre ninguna de estas cosas que hicimos. Los dientes que cepillamos, el café que tomamos (a no ser que reclamemos por algo que salió de la rutina), el color rojo del semáforo por causa del cual paramos sin tampoco preguntarnos. En otras palabras: inmerso en lo cotidiano marchamos en él, en sus “calles”, en sus “calzadas”. Sin mayores necesidades de indagar sobre nada. En lo cotidiano, nuestra gente no opera en forma epistemológica. Si continuamos un poco mas en el análisis de lo cotidiano de esta mañana que estamos analizando, o en la cual nos estamos analizando, observaremos que para que tomásemos una mañana cualquiera como objeto de nuestra curiosidad fue necesario que lo hiciésemos fuera de la experiencia de lo cotidiano. Fue preciso que emergiésemos de ella para entonces “tomar distancia” de ella o de la manera en que nos movemos en el mundo en nuestras mañanas. También es interesante observar que es en la operación de “tomar distancia” del objeto cuando nos “aproximamos” a él. La “toma de distancia” del objeto es la “aproximación” epistemológica que hacemos a él. Solo así podemos “admirar” el objeto, que en nuestro caso es la mañana, en cuyo tiempo analizamos el modo en que nos movemos en el mundo. En los dos casos referidos aquí me parece fácil percibir la diferencia sustantiva de la posición que ocupamos, como “cuerpo conscientes”, al movernos en el mundo. En el primer caso, aquel en que me veo de acuerdo con el relato que yo mismo hago sobre cómo me muevo en la mañana, y en el segundo, en que me percibo como sujeto que describe su propio moverse. En el primer momento, el de la experiencia de lo y en lo cotidiano, mi cuerpo consciente se va exponiendo a los hechos sin que, interrogándose sobre ellos, alcancen su “razón de ser”. Repito que este saber – porque también existe – es el hecho de la pura experiencia. En el segundo momento, en el que nuestra mente opera de forma epistemológica, el rigor metodológico con que nos aproximamos al objeto, habiéndolo objetivado, nos ofrece otro tipo de saber. Un saber cuya exactitud proporciona al investigador o al sujeto cognoscente un margen de seguridad que no existe en el primer tipo de saber, el del sentido común. Esto no significa de ninguna manera que debamos menospreciar este saber ingenuo cuya superación necesaria pasa por el respeto hacia él. En el fondo, la discusión sobre estos dos saberes implica el debate entre la practica y la teoría, que solo pueden ser comprendidas si son percibidas y captadas en sus relaciones contradictorias. Nunca aisladas cada una en si misma. Ni sólo teoría, ni sólo práctica. Es por esto por lo que están equivocadas las posiciones de naturaleza político-ideológica, sectarias, que en vez de entenderlas en su relación contradictoria hacen exclusiva alguna de ellas. El basismo, negando la validez de la teoría; el etilismo teoricista, negando la validez de la practica. El rigor con que me aproximo a los objetos me prohíbe inclinarme hacia cualquiera de estas posiciones: ni basismo ni etilismo, sino práctica y teoría iluminándose mutuamente. Pensemos ahora un poco en el acto de crecer. Tomemos el crecer como objeto de nuestra inquietud, de nuestra curiosidad epistemológica. Mas que sentir o ser tocados por la experiencia personal y social de crecer, busquemos la inteligencia radical del concepto. Sus ingredientes. Emerjamos de lo cotidiano en que nos “cruzamos” con y vivimos la experiencia de crecer, tal como esperamos la luz verde para cruzar la calle, vale decir, sin preguntarnos nada. Emerjamos de lo cotidiano y, con la mente curiosa, indaguémonos, sobre el crecer. En primer lugar, al tomar el concepto como objeto de nuestro saber, percibimos, en un primer acercamiento, que se nos revela como un fenómeno vital cuya experiencia inserta a sus objetos en un movimiento dinámico. La inmovilidad en el crecimiento es enfermedad y muerte. Crecer es parte de la experiencia vital. Pero justamente porque mujeres y hombres, a lo largo de nuestra larga historia, acabamos por ser capaces de, aprovechando los materiales que la vida nos ha ofrecido, crear con ellos la existencia humana – el lenguaje, el mundo simbólico de la cultura, la historia -, crecer, en nosotros o entre nosotros, adquiere un significado que trasciende el crecer en la pura vida. Entre nosotros, crecer es algo más que entre los árboles o los animales, que a diferencia de nosotros, no pueden tomar su propio crecimiento como objeto de su preocupación. Entre nosotros, crecer es un proceso sobre el cual podemos intervenir. El punto de decisión del crecimiento humano no se encuentra en la especie. Nosotros somos seres indiscutiblemente programados pero de ningún modo determinados. Y somos programados principalmente para aprender, como señala Francois Jacob (1991).
Es a ese crecer, entre nosotros, a lo que se refiere la propuesta de esta disertación. Y no el crecer de las plantas o de los niños recién nacidos, o de Andra y de Jim, nuestros perros pastores alemanes. Es precisamente porque nos hacemos capaces de inventar nuestra existencia, algo mas de lo que la vida que ella implica pero suplanta, que entre nosotros crecer se vuelve o se está volviendo mucho mas complejo y problemático – en el sentido riguroso de este adjetivo – que crecer entre los árboles y los otros animales. Un dato importante como punto de partida para la comprensión critica del crecer, entre nosotros existentes, es que, “programados para aprender”, vivimos o nos experimentamos o estamos abiertos a experimentar la relación entre lo que heredamos y lo que adquirimos. Nos convertimos en seres genoculturales. No somos sólo naturaleza ni tampoco somos sólo cultura, educación, cognoscitividad. Por eso crecer, entre nosotros, es una experiencia atravesada por la biología, por la psicología, por la cultura, por la historia, por la educación, por la política, por la ética, por la estética. Es al crecer como totalidad como cada una de nosotras y cada uno de nosotros vive lo que a veces se llama, en discursos edulcorados, “crecimiento armonioso del ser”, a pesar de que sea sin la disposición de lucha por el crecimiento armonioso del ser al que debamos aspirar. Crecer físicamente, normalmente, con el desarrollo orgánico indispensable; crecer emocionalmente equilibrado; crecer intelectualmente a través de la participación en practicas educativas tanto cuantitativa como cualitativamente aseguradas por el Estado; crecer en el buen gusto frente al mundo; crecer en el respeto mutuo, en la superación de todos los obstáculos que hoy impiden el crecimiento integral de millones de seres humanos dispersos en los diferentes mundos en los que el mundo se divide, pero, principalmente, en el tercero. Son impresionantes las estadísticas de los órganos por encima de toda sospecha como el Banco Mundial y el UNICEF que en sus informes, de 1990 y 1991 respectivamente, nos hablan de la miseria, de la mortalidad infantil, de la ausencia de una educación sistemática; del numero alarmante – 160 millones de niños – que morirán de sarampión, de tos compulsiva, de subalimentacion en el Tercer Mundo. El informe del UNICEF se refiere a estudios ya realizados con el propósito de evitar una calamidad total en la década en que estamos. Dos mil quinientos millones de dólares serian suficientes. La misma cantidad, concluye el informe de manera un tanto asombrosa, que las empresas norteamericanas gastan por año para vender mas cigarrillos. Que el saber tiene todo que ver con el crecer es un hecho. Pero es necesario, absolutamente necesario que el saber de las minorías dominantes no prohíba, no asfixie, no castre el crecer de las inmensas mayorías dominadas.
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