La pintura mexicana del siglo XIX y sus aportes en la búsqueda de una identidad nacional.
Como sabemos, toda obra de arte no surge de manera aislada en el tiempo y en el espacio, ésta corresponde a un momento histórico determinado, marcado a su vez por distintos procesos sociales y políticos. En nuestro caso, ese contexto estuvo representado por la formación del México independiente y su consiguiente consolidación, pero antes de ello tuvo que pasar por una larga travesía manifestada en luchas internas y externas.
El siglo decimonónico se inició prácticamente para nuestro país con el movimiento de independencia en 1810 y su culminación en 1821. Dando paso a constantes vaivenes políticos internos que se debatían entre el Primer Imperio Mexicano con Agustín de Iturbide, y posteriormente entre república centralista o federal. Así mismo, en la primera parte del siglo XIX México tuvo que enfrentar un intento de reconquista por parte de España, la independencia de Texas en 1836, una primera guerra con Francia, la llamada “Guerra de los Pasteles” en 1838, y la guerra contra los Estados Unidos en 1846-1848.
Para la segunda mitad del citado siglo siguieron los enfrentamientos entre liberales y conservadores, agravándose con la promulgación de la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, dando origen a la Guerra de Tres Años (o de Reforma), posteriormente, una segunda intervención de Francia y la construcción del Segundo Imperio Mexicano con Maximiliano de Habsburgo entre 1863-1867. El conflicto terminó con el fusilamiento del emperador y sus generales Miguel Miramón y Tomás Mejía. Con este episodio se sellaba el conflicto liberal-conservador, pero se abría la división de los liberales y el posterior proceso del Porfiriato entre 1876 y 1911.
Como diría Justino Fernández en cuanto a la importancia de los pintores extranjeros: “Descubrieron el paisaje mexicano, la naturaleza americana, que tanto admiraron, y todos fueron atraídos por las costumbres e indumentarias típicas, indígenas y criollas, que dieron a conocer en Europa con positiva novedad.” Pero más allá de dar a conocer ese paisaje e indumentaria, fue importante su presencia, ya que de alguna manera suplieron la ausencia academicista, e hicieron contribuciones con sus técnicas obtenidas en sus respectivos países, gracias a sus travesías por el territorio nacional dieron cierto impulso a la pintura mexicana, estas obras pues, también son mexicanas no sólo por el hecho de haber sido pintadas en el país, sino por las circunstancias en que se hicieron y las temáticas representadas.
Con la segunda vertiente, “se inicia propiamente nuestro arte del siglo, académico y romántico, que vendrá a morir a principios de la centuria que corre [siglo XX].” Así lo dice de nueva cuenta Justino Fernández, por lo que debemos recordar que el romanticismo se da en Europa aproximadamente a finales del siglo XVIII y tuvo un aguje importante en la primera mitad del siglo XIX, aclarando que este movimiento presentó diferentes características y cronologías dependiendo del país que se aborde.
Surge precisamente contra lo que los románticos llamaban frialdad y racionalismo exacerbado del neoclásico, sumado al contexto económico de la mecanización. Así, la temática del romanticismo es de tinte nacionalista, naturalista, lo exótico y la visión interior del artista vinculada con el individualismo, además retoma a la edad media como fuente de inspiración.
A diferencia del romanticismo europeo, el desarrollado en México paradójicamente está basado en el ideal de belleza del neoclasicismo y durará más allá de la primera mitad del siglo XIX, como se dijo, termina hasta inicios del siglo XX, ello quizá nos indique que la formación del país y su consolidación requería de esa corriente en cuanto a las temáticas nacionales, históricas y naturales.
Para la reorganización de la Academia, se recurrió a maestros europeos, entre ellos Pelegrín Clavé (1810-1880), quien se hizo cargo de la disciplina de pintura. Clavé había iniciado su formación en Barcelona y la concluyó en Roma, donde estuvo en contacto con los nazarenos alemanes vinculados al romanticismo. Es indudable que también estuvo relacionado con el neoclasicismo, por tal motivo consideraba al rococó como una falta de respeto al arte, y se vio reflejado en los postulados que perseguía la Academia, como ya dijimos, ideales clásicos de belleza, pero por otra parte las temáticas eran naturalistas y religiosas (que en este caso sería más propio para el barroco colonial) y tenía una carga moralista, por ello los desnudos no fueron frecuentes.
La obra de Clavé fue fundamentalmente el retrato, donde se hace patente la idealización del modelo, que por lo general fue la esfera del poder político y económico de México, por ejemplo el retrato de Don Andrés Quintana Roo y Retrato de una dama, pintado en 1849. En general la contribución de Clavé fue ser maestro de varios discípulos que llegaron a destacar como Santiago Rebull (1829-1902), entre otros; quienes terminaron su formación en Roma, respondiendo así, a la costumbre de la Academia de enviar con becas a sus mejores alumnos a Europa. De Rebull podemos citar obras como: Maximiliano y su esposa Carlota, La muerte de Abel, 1851 y Sacrificio de Isaac, 1858.
Otros de sus alumnos fueron José Obregón, (1838-1902) quien pinta en 1869 El descubrimiento del pulque; y Rodrigo Gutiérrez El senado de Tlaxcala. Dichas obras hacen clara su vinculación a los temas históricos pero sumergidos en el ideal de belleza clásica y resalta una postura romántica e incluso los temas descontextualizados por las imprecisiones de los procesos históricos.
El rival de Clavé fue Juan Cordero (1824-1884), igualmente formado en Roma y siempre le disputó la dirección de pintura dentro de la Academia, poniendo de manifiesto que la pintura de Clavé no era buena, además de ser español. Fuera de esas discusiones lo que resulta claro es que ambos tuvieron formación académica y tomaron como base el idealismo clásico y hasta temáticas muy parecidas, por lo que no hay gran diferencia entre los dos. Las obras más representativas de Cordero son Cristóbal Colón ante los Reyes Católicos y El Redentor y la mujer adúltera. Lo que es importante señalar es que ambos trataron de impulsar el muralismo aunque vinculado a los temas religiosos.
En cuanto al romanticismo de finales del siglo XIX y principio del XX podemos decir que estuvo ampliamente marcado por interpretaciones particulares del artista, ya no hay un academicismo tan marcado, por lo que los pintores empiezan a interpretar la realidad, o su propia realidad, lo que significa un valioso aporte para la pintura del nuevo siglo. De esa manera se encuentran Manuel Ocaranza (1841-1882) con un romanticismo más europeo, los ejemplos que se pueden nombrar son Travesuras de cupido y La flor marchita. Pero en este proceso es más destacado Julio Ruelas (1870-1907), considerado por Justino Fernández como el “punto cumbre del romanticismo finisecular.” Tuvo importante formación en Alemania, agregó elementos de fantasía como en su obra La domadora, 1897, donde además los trazos y el color son muy llamativos; su obra la complementó a través del dibujo y grabado, muchos de cuales se difundían a través de la Revista Moderna.
Este romanticismo mexicano de fines del siglo XIX fue realmente rico en opciones, pues los pintores no se limitaron a los cánones propiamente establecidos en Europa, sino que recurrieron incluso a corrientes ya pasadas de moda, ya fuera en color, técnica o temáticas, ejemplo de esto es Germán Gedovius (1867-1937) quien maneja el color de una manera llamativa e incluso tiene influencia de los barrocos en cuanto al movimiento como en Desnudo.
La tercera vertiente es la llamada independiente, es decir, la que se desarrolló fuera de la Academia de San Carlos (después la Escuela Nacional de Bellas Artes). Es muy importante ya que en su mayoría fue producida fuera de la elite de la Ciudad de México, por lo que se vuelve en testigo de la vida regional de otras partes del país. Tenemos por ejemplo a Hermenegildo Bustos (1837-1907), nacido en Guanajuato. Su obra es fundamentalmente retratista en la que refleja a cierto estrato social, principalmente personas de puestos medios dentro de su Estado. Fue autodidacta, lo que de alguna manera lo limitó técnicamente, pero en contraposición del idealismo académico su obra es más realista, es decir, sincera ya que no busca “maquillar” a sus retratados. Otra de su influencia fueron los exvotos que hacían las personas a los diferentes santos o vírgenes. Las características básicas de sus retratos se pueden resumir en Autorretrato de 1891.
Otro representante es José María Estrada, originario de Guadalajara, Jalisco. Le da importancia a la indumentaria de sus modelos, que igualmente son gente local y de cargos medios o algunos altos, es práctico en sus composiciones y es fundamentalmente retratista. Un ejemplo de su obra es Retrato de una dama.
Es importante señalar que el impresionismo, por ejemplo, no tuvo bastante resonancia en el país a excepción de unos cuantos, especialmente Joaquín Clausell, (1866-1935) quien se enfocó de forma muy marcada a esta corriente. Quizá esto se deba precisamente a la importancia del paisaje que con anterioridad se había puesto en práctica por los pintores extranjeros y después con Velasco, tradición paisajista que se continuaría durante los últimos años del siglo XIX y principios del XX, con la característica pues, de buscar siempre elementos nacionalistas.
A manera de conclusión podemos decir que la pintura mexicana del siglo XIX estuvo supeditada a las corrientes generadas en Europa, en primer lugar porque siempre ha sido el eje rector, quizá podamos hablar de eurocentrismo, pero por otra parte resulta lógico, ya que América Latina forma parte de Occidente en cuanto a sus formas de organización política, económica, religiosa (cristianismo), en algunas corrientes de pensamiento educativas y filosóficas; por lo tanto el arte no escapa a ello. Sin embargo, también se observa que esas corrientes se modificaron en México, o dicho de otra manera, hubo un eclecticismo en cuanto a retomar parte del neoclasicismo, romanticismo y hasta elementos barrocos.
En segundo lugar se concluye que el arte de la pintura estuvo dominado por la Academia, lo que nos ayuda a comprobar que el arte es legitimado por las elites y por el Estado, que en ese momento era necesario debido a la formación y consolidación nacional, por lo que la pintura, en especial la de paisaje y la histórica resultaron una valiosa arma, siendo el máximo ejemplo Velasco. En este sentido se entrelaza el tercer punto que es la pintura producida fuera de la capital y que no era tomando en cuenta como arte, sino que es posterior su revaloración.
Actualmente no se le ha dado tanta difusión a lo producido en esta centuria porque los gobiernos del siglo XX –emanados de la Revolución Mexicana- se consolidaron con el muralismo de la primera mitad de ese siglo, y por lo tanto no era factible reconocer lo antecesor a ellos. Pero sin lugar a dudas es importante y más si tomamos en cuenta el contexto adverso que se vivía y que precisamente la pintura finisecular es el eslabón que continuarían Saturnino Herrán y Gerardo Murillo (Dr. Atl) como antecedente del muralismo de Alfredo Ramos Martínez, Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Sequeiros.
Bibliografía:
Fernández, Justino, “El siglo romántico, el arte de México en el siglo XIX” en Cuarenta siglos de plástica mexicana, 1ª edición en español, Editorial Herrero, Italia, 1971.
Manrique, Jorge Alberto, Juana Gutiérrez Haces, et. al. La colección pictórica del Banco Nacional de México, BANAMEX, Méx., 1992.
Moyssén, Xavier. José María Velasco, el paisajista, 1ª edic., CONACULTA, México, 1997, 29 pp.
Fernández, Justino, “El siglo romántico, el arte de México en el siglo XIX” en Cuarenta siglos de plástica mexicana, 1ª edición en español, Editorial Herrero, Italia, 1971, p. 20
O’Gorman distingue tres tesis para explicar la historia nacional ligadas a los grandes males que como país ha enfrentado México y a lo que se considera progreso. La tesis conservadora dice que el espejismo de la modernidad anglosajona y toda su concepción moral y religiosa van contra las raíces hispanas que tiene el pueblo mexicano; en cambio, la tesis liberal centra el problema en el atraso histórico de la herencia colonial española, y finalmente la tesis del porfiriato radica en el evolucionismo histórico, ligado a la idea del positivismo del orden y progreso, por lo que trata de asumir el pasado prehispánico y la época colonial como sinónimo de una historia lineal producida por la necesidad del progreso científico.
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